martes, 20 de noviembre de 2007

ECLIPSE DE LUNA: CAPITULO 2

DOS


12 de Julio, 2510.


Durante las siguientes cuarentaiocho Moreno casi no abandonó su oficina. Durmiendo a ratos, y alimentándose a base de comida chatarra mandadas a pedir a restaurantes cercanos, pudo ir organizando el tremendo desorden que la guerra vino a provocar en el trabajo policíaco.

Nuevas directivas desde la central. Los crímenes comunes pasaban a segundo plano. Lo importante ahora era estar preparados para enfrentar cualquier situación que pudiese significar una amenaza para la seguridad interna.

Como si hubiese alguna duda sobre la gravedad de la crisis que enfrentaban, el propio comandante Costa había aparecido en la estación a la mañana siguiente del inicio de la guerra. Dos agentes del Consorcio de Inteligencia le acompañaban. Venían con el propósito de colaborar en estas nuevas tareas y pronto Moreno los tuvo en su propia oficina, revisando documentos e impartiendo instrucciones sobre como tendrían que ser hechas las cosas desde ese momento en adelante. Costa se veía visiblemente aliviado de que hubiese alguien preparado para hacerse cargo y así eximirlo de todas aquellas responsabilidades y deberes.

En cambio, Moreno no pudo evitar sentirse molesto por la intromisión. Sin embargo, podía entender la preocupación de los altos mandos, ya que desde el primer momento se produjeron incidentes, tanto en el Corredor Korolev, como en otros sitios donde se concentraba la población marginal de la Luna.

Allí era donde habitaban la mayoría de los recién llegados, emigrantes de la Tierra que habían arribado los últimos años o décadas, y muchos de los cuales provenían de la propia Federación del Pacifico. Entre ellos podía estar oculto un verdadero ejercito de agentes enemigos, y en efecto, algunos de ellos ya habían hecho sentir su presencia arrojando panfletos subversivos, rayando murallas, y destruyendo luminarias y cámaras de vigilancia. Ese era el nuevo adversario al que se enfrentaban y contra ellos debían dirigir todos sus esfuerzos. Hiranandani y la Mara Omega tendrían que esperar. Se decidió que debía continuar con el caso del homicidio del embajador marciano, pero ya sin ninguna urgencia, y de hecho, destinando solo el tiempo y los recursos que pudiesen sobrar luego de lo que ahora pasaba a constituir su principal deber.

A lo largo de todo aquello, el teniente Tennyson había permanecido a su lado, colaborando y facilitando considerablemente su trabajo. Casi se sentía en deuda con el joven teniente, ya que no podía dejar de reconocer que sin su ayuda las cosas habrían sido mucho más difíciles.

“Isaac, váyase a dormir.” Le dijo mientras ambos revisaban los distintos turnos que sus hombres iban a cubrir desde el día siguiente.

“No se preocupe, capitán.” Aseguró. “Mejor es que usted se tome un descanso. Se ve muy agotado.”

¿De veras?, se preguntó Moreno. No había tenido tiempo ni para mirarse al espejo. Ni menos para darse una ducha o afeitarse. Eso, y el cansancio y el sueño. En efecto debía tener una apariencia terrible. Pero al menos habían logrado poner un poco de orden en la oficina y la febril actividad de las horas pasadas había disminuido. Tennyson tenia razón, concluyó. Era la oportunidad para tomarse un descanso.

“De acuerdo, teniente. Me retiro por unas horas.” Le dijo. “Y cuando vuelva quiero que usted haga lo mismo, ¿entendido?”

“Si, jefe.” Le contestó el otro, esbozando una sonrisa.

Moreno se encaminó hacia la salida, pero solo alcanzó a dar unos pocos pasos antes que Hitomi le informara que los resultados de laboratorio del caso del embajador Wang ya estaban en su correo electrónico. Se detuvo en medio de la calzada y pidió acceso a los datos.

Cabellos y otros restos orgánicos de al menos ocho personas habían sido encontrados en la escena del crimen, entre ellas la de una mujer identificada como Luang Sumalee. Esto no sorprendió a Moreno, pues desde luego se trataba del lugar donde la prostituta solía ofrecer sus servicios. Pero además, las huellas digitales de la joven habían sido descubiertas en la empuñadura del arma homicida. Eso, por supuesto, era inesperado.

Y absurdo, pensó el policía. Nadie usa una bomba electromagnética para eliminar evidencia y luego deja las marcas de sus dedos en un cuchillo. A menos que hubiese sido hecho a propósito. Casi podía imaginar al verdadero asesino encontrándose con Sumalee desmayada en el baño, y aprovechando la oportunidad para poner sus dedos sobre el puñal con la esperanza de confundir a los investigadores.

El segundo reporte que leyó, allí justo, con letras de color plateado delante de sus ojos, no hizo más que confirmar sus conclusiones. Era de la autopsia e indicaba que la causa de muerte no estaba totalmente dilucidada. Podía haber sido por desangramiento, pero también debido a la destrucción de un complicado implante ciberorgánico instalado por debajo del encéfalo de la víctima, entre los nervios ópticos y el cerebelo. El artefacto era tecnología marciana y su función no estaba clara. Pero algunos de sus circuitos se habían fundido a causa de la detonación electromagnética, y el calor generado había dañado tejido vivo. Suficiente como para causar la muerte por si mismo. Solo que además lo habían degollado. ¿Para que?

Habían fotografías disponibles. No quiso verlas. No por ahora.

Recordó que debía avisar a Johansonn sobre esta nueva información. Pero decidió que antes debía confirmar sus sospechas. Ademas, consideró, aquellas ordenes se las habían dado cuando había una guerra que impedir. Ahora el CEO del Consorcio de Seguridad debía tener asuntos mucho más importantes que atender que su reporte sobre el caso.


Hitomi se contactó con el administrador del burdel. Sumalee no se encontraba allí, así que Moreno decidió buscar la dirección que la mujer había dado como lugar de residencia. Por supuesto, su IA personal hizo el trabajo por él, y tras hacer aparecer ante sus ojos un mapa tridimensional del sector, trazó una complicada ruta destacándola en rojo.

Así, se dejo guiar por laberínticos pasillos, sombríos y sucios, descendiendo hasta llegar hasta una gran escotilla de seguridad, en algún recóndito rincón de las Cloacas del Corredor Korolev. Dos hombres robustos, vistiendo camisetas y pantalones rasgados, y mostrando sus notorios tatuajes en cada brazo, parecían vigilar aquella entrada. Pero no le impidieron el paso y la compuerta se abrió ante el, respondiendo a las ordenes que Hitomi se había adelantado en dar. Otro túnel oscuro y luego desembocando en un amplia cámara, circular y elevada, que ascendía verticalmente a lo largo de tres niveles, y que era parte de un antiguo sistema de aireación. Arriba alguna vez habían existido grandes ventiladores de aspas, pero ahora solo quedaban muñones de metal adosados al techo. Abajo un piso cóncavo, lleno de inmundicias, y por todos lados pequeños huecos redondos, como aquel por el cual había llegado, y por donde algunas vez habían hecho circular el aire. Todo ello era ahora un improvisado conjunto habitacional regido por la Mara Omega.

Ascendió por una de las tantas escalera de fierro adheridas a las paredes, hasta llegar junto a una pequeña esclusa empotrada en la pared. Llamó pero nadie contestó. Comenzó a devolverse, pero entonces escuchó ruido en el interior. La compuerta se abrió.

“¿Detective Moreno?” Dijo ella asomando su rostro por el borde. “Que sorpresa. ¿Pasa algo?”

“Necesito hablar contigo.” Indicó. Ella hizo un ademán para que subiera y desapareció.

El lugar era apenas un cubículo y Moreno tuvo que entrar encogido. Al fondo un improvisado camastro cubierto mantas de vivos colores y más adelante una alfombra rodeada por algunos cojines, algunos de los cuales aun permanecían aplastados. En las paredes algunas repisas y estantes con las pocas posesiones de la muchacha, mayormente vestiduras y algunos aparatos electrónicos. Detrás del lecho, una compuerta. El policía supuso que probablemente conducía al baño. O a la minúsculo agujero que seguramente debía servir para tal propósito.

“Por favor, siéntese.” Le ofreció Sumalee indicando uno de los cojines y mientras abría uno de los pequeños estantes adheridos a la muralla. “¿Quiere un café?”

El iba a rechazar la oferta pero cambió de opinión. Hacia mucho que no dormía y la bebida le podía servir para mantenerse alerta. Además era un adicto a la cafeína.

“Si, gracias.”

Se sentó y mientras la muchacha preparaba café para ambos, pudo fijarse en dos aparatos que permanecían amontonados en una esquina. Uno era una placa negra de forma hexagonal y que el policía reconoció como un reproductor holográfico. Una pieza de tecnología bastante común y nada especial.

En cambio no pudo identificar el segundo objeto. Un tubo negro con varios apéndices vermiformes en un extremo, y terminados en cabecillas rojas y relucientes. ¿Algún tipo de transmisor? No estaba seguro.

“¿Y bien?” Lo interrumpió ella.

“Tenemos un problema, Sumalee.” Empezó el, volviendo al asunto que lo había traído hasta ahí. “Tus huellas digitales aparecieron en el cuchillo con que mataron al embajador.”

Ella sorbió de su café, sin contestar inmediatamente.

“¿Viene a arrestarme?” Dijo finalmente. “¿Es eso?”

“No. Vine a ver que tienes que decir al respecto.”

“Pues no tengo nada que decir.” Indicó de pronto exaltada. “Yo no lo mate, si es lo que quiere saber.”

“¿Y entonces por que tus huellas están en el arma homicida?”

“No lo se. Usted es el detective, no yo.” Contestó ella, molesta. Pero había algo más. ¿Miedo? Quizás, se dijo Moreno. Probablemente.

“Eso no me ayuda mucho.”

Ella lo miró con una expresión endurecida.

“¿Y como quiere... como quiere que lo ayude?” Dijo alterada. Entonces dejó su taza de café a un lado, se hecho hacia atrás, separo sus piernas y se levantando el vestido. “¿Así? ¿Esto es lo que quiere, detective? Estoy harta de todo esto. Así que venga para acá, tome lo que vino a buscar y váyase.”

El se incorporó y se acercó a la muchacha. Pero solo para arrodillarse a su lado. Gentilmente tomo los bordes del vestido y devolvió la prenda a su posición original. Ella lo miró con los ojos entrecerrados y mordiéndose los labios.

“Sumalee...” Dijo el llevando una mano hasta la cabeza de la muchacha. Intentó acariciarla, pero ella se lo impidió.

“No me compadezca, detective.”

No la compadecía. O quizás solo un poco. De hecho la admiraba, en cierta forma, por poseer una personalidad tan fuerte y audaz a pesar de las terribles circunstancias de su vida.

“No es eso, Sumalee. Es que estoy muy preocupado por ti.” Le confesó. “Creo que los verdaderos asesinos están tratando de inculparte. Por lo mismo no creo que sea seguro que sigas viviendo acá.”

Inesperadamente ella tomó una de las grandes manos del policía entre las suyas, tan menudas. Su mirada era más transparente y en vez de rabia o angustia, de nuevo solo había tristeza y desolación.

“Créeme, aquí estoy más segura que en ningún otro lugar.”

“¿Con la Mara Omega aquí? No lo creo.” Opinó el.

“Gary...” Empezó ella por primera vez pronunciando su primer nombre. “Si la Mara me quisiera muerta, hace tiempo que ya lo estaría, créeme. Ellos son la mejor protección que puedo tener.”

Por supuesto, pensó él. Ella era parte de la Mara. Mientras pudiesen obtener ganancias explotando su joven y hermoso cuerpo, ellos se encargarían de mantenerla viva. Quizás en eso tenia razón.

“Entiendo.” Dijo él, sabiendo que ya no existía ningún motivo para permanecer en aquel sitio. Quizás nunca había habido ninguno en realidad.


Cuando llegó por fin a su departamento se encontró con que Hitomi ya había mandado pedir noodles con pollo agridulce a un restaurante de comida tailandesa.

Mientras engullía los fideos intercalándolos con sorbos de una gaseosa, la IA hizo aparecer un recuadro en su campo visual donde le presentó un resumen de las últimas novedades de la guerra.

La Unión Panterrestre había intensificado sus ataques sobre las posiciones de la Federación del Pacífico, tanto en China como en el sudeste asiático. La Luna, que poseía varios satélites y bases orbitando la Tierra, había apoyado a sus aliados arrojando misiles y dirigiendo láseres sobre las formaciones del enemigo.

Otros reportes se referían a la Flota Expedicionaria de Marte que se había refugiado en torno a los restos de la Estación Hesperus. Un comandante selenita explicaba que pronto enviarían a la primera flota para enfrentar dicha amenaza mientras se mostraban escenas del Crucero Copérnico, la nave insignia del contingente, siendo abastecido y preparado para la batalla.

Finalmente, y en un breve apartado, se informaba que fuentes de inteligencia habían confirmado que refuerzos enemigos había zarpado desde sus bases en la órbita de Marte y que ahora se dirigían a toda marcha hacia el frente. Dada la actual posición relativa de los planetas, la flota marciana tendría que atravesar todo el sistema solar interior, pasando cerca del Sol, para poder llegar a su destino. Entre uno y dos meses de viaje. Tiempo más que suficiente para que el alto mando tuviese todo dispuesto para recibirles, concluía el comentarista.

Mientras Moreno observaba, de pronto le pareció como que todo aquello estaba ocurriendo demasiado lejos, como si se tratara de alguna otra realidad. Aparte de los inconvenientes que podían haber surgido en su trabajo, la guerra era algo que estaba sucediendo allá, en el espacio exterior o en la Tierra, y él era solo un espectador distante que podía ver los últimos reportes tranquilamente desde su hogar mientras comía algún bocadillo. No había nada que temer. El gobierno, las corporaciones, los metaciudadanos y el ejercito se encargarían de todo de modo que los hombres y mujeres comunes y corrientes, como él mismo, pudieran continuar con sus vidas y sus trabajos sin problemas.

Ciudad Armstrong, toda la Luna, seguían siendo un oasis de armonía y prosperidad en medio de un universo convulsionado. Así había sido desde el comienzo de la tercera guerra mundial, a mediados del siglo XXI, y a través de los interminables conflictos que le siguieron a lo largo de los últimos cuatrocientos cincuenta años, y que terminaron hundiendo a la Tierra en la oscuridad y la barbarie.

Durante ese periodo, sin embargo, la Luna había se vino a convertir en el baluarte y el salvavidas de la civilización. Al principio había sido difícil. Con pocos medios, aislados y en un ambiente hostil, los primeros colonizadores habían perseverado y habían logrado construir una nación prospera. Tras una muralla impenetrable de vacío interplanetario habían levantado una ciudad y un imperio. Un Bizancio de la era espacial.

Y también una ciudadela inaccesible, en el Cráter Shrodinger, una corte inmortal que regía sobre aquellos dominios. Gentiles señores que solo en raras ocasiones descendían desde sus altos tronos para involucrarse en el mundano quehacer de sus súbditos. Los metaciudadanos.


Su matrimonio con Amelie había partido con los mejores auspicios. Su propia familia estaba por supuesto encantada. A través de tal unión no solo Gary, sino que sus padres y hermanos, todos ellos, tenían una posibilidad de llegar a ser, ellos mismos, metaciudadanos. De hecho, esa había sido la aspiración permanente de su padre. Por eso había trabajado tan duro, escalando paso a paso hasta llegar tan lejos como un ciudadano podía llegar. Solo para encontrarse con que no se le permitiría ir más allá. Pero la esperanza seguía existiendo, y eso no era de extrañar. La promesa de una vida prolongada de varios siglos como mínimo era algo que no pocos deseaban. Pero también había otra cosa. Los privilegios y el poder que tal condición conferían eran un aliciente adicional. Uno que, Moreno sospechaba, era todavía más relevante para el viejo policía. Ahora su sueño estaba al alcance de su mano, inesperadamente gracias a su hijo.

Y por eso, cuando después de algunos años su padre se enteró de que las cosas ya no iban tan bien con Amelie, se molestó y lo conminó a arreglar la situación. Pero no había mucho que hacer. Él la amaba, pero cada vez estaba más seguro que el sentimiento no era reciproco.

Los primeros signos habían sido los intentos de la mujer por revivir sus primeros tiempos. Habían comenzado a visitar nuevamente los bares del Sunriver, pero el lugar ya no era el mismo, y ellos tampoco. Un sentimiento melancólico y frustrante se apoderaba de Moreno cuando recorrían aquellos sitios, intentando emborracharse o recurriendo a algunas drogas para buscar las sensaciones extraviadas. Para ella era peor. Había vivido lo mismo muchas veces. Estimaba a su esposo, pero ya había querido a otros antes. Incluso había amado. Pero aquellos rostros eran ahora solo siluetas en la niebla que cubría permanentemente su mirada.

Habían buscado nuevos lugares y nuevas experiencias. Cambiaban de cuerpos, aveces él dentro de ella y ella dentro de él. Incluso arrendaron cuerpos ajenos y él hizo el amor con mujeres de todas las razas y edades, pero siempre era Amelie. Exploraron la homosexualidad y el lesbianismo. Nada de ello funcionó.

Ella exigía más y más. El comenzó a vivir pendiente de sus deseos, queriendo satisfacerla, logrando alcanzar cierta ilusión de felicidad cada vez que ella agradecía sus gestos. De verdad, porque la amaba. No quería perderla. Ella, a su vez, era una mujer que había vivido muchas vidas y que conocía todo lo que era necesario saber. Y que comprendía el sufrimiento de Moreno, y sabia lo que tenia que hacer para mantenerlo contento.

Pero también sabia que no era correcto seguir construyendo una mentira. Ella tenia muchas vidas por delante que necesitaban ser vividas, pero también entendía que Moreno tenia solo una y que tenia que aprovecharla y no desperdiciarla al lado de una mujer que ya no lo amaba. Finalmente se lo dijo.

Pero él ya sabía que ella estaba frecuentando a otro hombre, un historiador y escritor muy de moda. Ya había llorado lo que tenia que llorar. Durante un tiempo se había engañado a si mismo imaginando que solo era un desliz de su mujer, y que pronto regresaría a el pidiéndole perdón. Ahora comprendía que no seria así. Estaba devastado y ella intentó consolarlo. Solo consiguió humillarle.

Amelie se sentía culpable, él lo sabía, y quiso compensarlo de muchas formas. Le prometió que intentaría ayudar a su familia a lograr la metaciudadanía de todas formas y que usaría sus influencias para conseguirle a él un ascenso. El rechazo todos los ofrecimientos y le pidió que saliera de su vida.

Su padre lo había llamado y lo había increpado. Su enojo y su frustración eran enormes y no dudo en decirle a Moreno todo lo decepcionado que estaba de él y del daño que acababa de hacerle a toda su familia. Pero él estaba en un punto donde las reacciones de su padre tampoco le importaban. Comenzó a beber con frecuencia y a faltar al trabajo. Sus superiores disculparon varias veces sus ausencias pero finalmente perdieron la paciencia.

Un día le anunciaron que seria transferido a otra unidad. Sin embargo el traslado nunca se concretó y en cambio terminaron dándole unas vacaciones pagadas donde quisiera y un aumento cuando regresara. El castigo se había convertido en un inmerecido premio a su negligente actitud, y no necesitaba esforzarse mucho para saber quien había estado detrás de todo aquello.

Rechazó todo. Algo de orgullo le quedaba como para no querer aceptar ningún favor pudiese provenir de la lastima que le podía inspirar a su ex-esposa. Solicitó el traslado por si mismo. Al más oscuro rincón que pudo encontrar. El Corredor Korolev. Un lugar peligroso, por lo que había oído. Un lugar donde podría alejarse de todo, olvidar, lamer sus heridas, y luego, quizás, comenzar de nuevo.

Cuatro años habían pasado desde que había tomado esa decisión. Nunca podría haber imaginado cuan distinto era el verdadero trabajo policíaco que realizaba allí de lo que había hecho en el ahora lejano Fra Mauro. Pero no estaba arrepentido. Había sido su elección y aun consideraba que había sido la mejor.

Sobre su padre y el resto de su familia, parecian haber muerto para él. Ocasionalmente tenia algunas noticias gracias a la única de sus hermanas con la que seguía hablando. De Amelie nunca supo nada más.



13 de Julio, 2510.


Seis horas más tarde Hitomi le despertó gentilmente. Él mismo le había dado esas instrucciones, pues había trabajo pendiente en la oficina y le había prometido a Tennyson reemplazarlo tan pronto como fuese posible.

Se levantó y se dirigió al baño con la intención de orinar y luego ducharse. Pero antes de llegar se dio cuenta de que alguien había deslizado un sobre debajo de su puerta.

En la era de los mensajes electrónicos instantáneos, las inteligencias artificiales que administraban las cuentas y la correspondencia trivial, y las transmisiones holograficas o virtuales que permitían una comunicación mucho más directa e intima, era del todo infrecuente encontrarse con algo así.

Recogió la carta, extrañado, y vio su nombre escrito a mano en el envoltorio. Lo abrió. Adentro una hoja de papel y una tarjeta de datos. Entonces si que se llevó una sorpresa al comprobar que era un mensaje del embajador suplente de Marte, el hombre con el que nunca había logrado reunirse porque justo aquel día había estallado la guerra.


Estimado capitán Moreno;

Soy Wilson Sandoval-Neves, primer secretario de la embajada marciana en la Luna. Primero permítame disculparme por no haber podido encontrarme con usted tal como habíamos acordado, y lamento que tampoco esto sea posible por ahora.

Sin embargo mi gobierno, y yo personalmente, seguimos interesados en el desarrollo de la investigación y el esclarecimiento de los hechos que condujeron a la muerte del embajador Chang. Es por ello que adjunto copia de algunos documentos y archivos encontrados entre las posesiones del embajador, y que estamos seguros de que podrán ayudarlo en su labor.

Una vez revisada esta información probablemente usted decida entregarla a sus superiores. Por supuesto, comprenderemos si decide hacerlo así. Eso no nos causara ningún inconveniente. Nuestra única intención es entregar la evidencia de que disponemos a las autoridades pertinentes, confiando en que se hará el mejor uso posible de ella, dadas las presentes y muy especiales circunstancias.


La misiva concluía con las usuales formulas de cortesía y la firma, de nuevo manuscrita, del diplomático.

Moreno tomó la tarjeta y la activó. Su IA personal se encargó de ingresar los códigos y los datos fueron transmitidos a su implante. Luego ellos fueron desplegados ante sus ojos, audio incluido. Primero, los planos de la estación Bridenbaugh, en gran detalle, tal como los habían confeccionado los ingenieros de la compañía marciana que había sido responsable de su construcción.

También un listado de contraseñas de acceso a distintas áreas restringidas de la estación, aquellos que eran utilizados principalmente por los técnicos de mantención, en su mayoría también marcianos.

Un archivo que daba cuenta de un ataque informático contra los sistemas de la embajada marciana en la Luna y de como todos los datos anteriores habían sido robados.

Una copia de la IA que había encabezado el ataque. Su firma decodificada, que delataba a sus creadores y propietarios. SeleCorp, una de las tres supercorporaciones selenitas. Una de aquellas cuyas bases quedaban dentro de la zona prohibida, en las ciudadelas del Cráter Shrodinger, en el lado oscuro de la Luna..

Fue precisamente en ese momento que los datos y toda esa información desapareció súbitamente y fue reemplazada por un anuncio en letras parpadeantes;


Usted esta accesando información clasificada. Cese de inmediato esta acción y preséntese ante las autoridades competentes más cercanas.”


Un instante después Hitomi le informaba que por orden del Consorcio Central de Inteligencia Nacional ella estaba tomando control de sus funciones motoras y sensitivas. Ya no pudo oír ni ver nada más, y su conciencia fue trasladada a una habitación virtual, sin puertas ni ventanas, y sin nada en su interior, solo un piso frío y una esquina donde acurrucarse. Eso, mientras su IA personal se encargaba de transportar su cuerpo, y los archivos marcianos, hacia la Cúpula Apolo, a las oficinas del Consorcio de Inteligencia.


“Pero capitán, usted no es tonto.” Afirmó el agente. “Eran documentos de un gobierno enemigo, información confidencial. Usted sabía que no debía revisar esos archivos.”

Se hallaba sentado en un incomoda silla en el centro de un pequeño cuarto de interrogatorios, de paredes lisas y potentes focos en lo alto. Tres hombres del Consorcio de Inteligencia, claramente distinguibles por sus estereotipados trajes negros, se hallaban frente a él, detrás de un amplio escritorio; dos oficiales jóvenes a los costados, y un anciano en el medio y al que los demas obedecían.

El que estaba más a la izquierda es el que le había hablado y el que hacia casi todas las preguntas.

“Es verdad. Pero era información relacionada con el caso que estoy investigando. ¿Que habría hecho usted en mi lugar?” Contestó él. Todavía se sentía afectado por la violenta experiencia que había sufrido, la de que su cuerpo hubiese sido usurpado y su mente hubiese sido separada de él, pero incluso por sobre ello su irritación comenzaba a hacerse evidente.

“No estamos discutiendo lo que yo habría hecho, capitán. Si no lo que usted hizo.” Indicó el interrogador.

“Calma Ahmed.” Intervino el más viejo, sin hablar realmente. Su voz solo en las cabezas de los presentes. “Capitán, entendemos que no hubo malicia en sus actos. Eso esta claro, ¿entendido?”

Todos asintieron. Ahmed se rascó la barbilla. Su superior regresó al ensimismamiento del que había surgido tan repentinamente.

“Ahora explíquenos porque no informó a su oficina central sobre las nuevas evidencias en su investigación, tal como su CEO le solicitó explicitamente.” Continuó el mismo oficial.

“Por supuesto iba a hacerlo, pero cuando estuviera seguro de la real importancia de dichas pistas. Creo que pueden ser falsas, fabricadas con el propósito de inculpar a un inocente. Y yo no quería hacer perder el tiempo de mis superiores.”

“Hemos revisado su entrevista con Luang Sumalee y hemos visto que usted le informó a la sospechosa sobre estas pruebas que la incriminaban. ¿Considera prudente haber hecho eso?”

Habían revisado su encuentro con la muchacha. Repentinamente se sintió avergonzado, pero también mucho más molesto.

“Estime que su reacción frente a eso, y las acciones que tomara a continuación podían darme algún indicio sobre la veracidad o no de las pruebas.” Explico Moreno.

“Sin embargo, luego de la entrevista usted se fue a su departamento. No ordenó un seguimiento de la joven ni nada parecido.” Subrayo el agente.

“Las respuestas de Sumalee me parecieron convincentes y confirmaron mis sospechas de que las evidencias en su contra pudieron ser puestas allí por otros.”

El anciano volvió a intervenir, alzando una de sus manos como anuncio y advertencia.

“Si, detective. La respuesta de la sospechosa fue bastante convincente. Pero estará de acuerdo conmigo que existe la posibilidad de que ella sea una buena actriz y sea ella quien este mintiendo.”

“Si señor, es posible.” Aceptó él.

“Esta bien, detective.” Siguió. “Entendemos que es su investigación y usted sabrá como llevarla a buen termino. Ahora tenemos algo más importante que discutir.” Indicó hablándole a los otros oficiales. “Tenemos que tomar una decisión.”

Todos asintieron. Se miraron por unos segundo, sus IAs intercambiando distinto tipo de impresiones e información.

“Ya que, queriéndolo o no, usted tuvo acceso a información secreta, pero comprendiendo que esta puede ser de ayuda en su investigación, hemos decidido explicarle todo el asunto, para evitar malos entendidos. Pero entienda que lo que hablemos aquí no podrá salir de este cuarto, no podrá reproducirlo en sus informes ni comentarlo con nadie. ¿Entendido?” Señaló el anciano.

“Si señor.”

Desde siempre, el punto débil de la Luna había sido su dependencia por productos que provenían del planeta madre; metales, alimentos, incluso aire y agua. Muchas veces las naciones terrestres, que ambicionaban poner sus manos sobre sus crecientes riquezas, intentaron doblegar al satélite impidiéndole el acceso a dichos recursos. Los selenitas tuvieron que enfrentar difíciles periodos de escasez y privaciones, pero al final superaron todas las pruebas y prevalecieron.

Fueron sus enemigos quienes poco a poco comprendieron la necesidad de negociar. En medio de las encarnizadas guerras en las que se veían permanentemente involucrados eran ellos quienes ahora necesitaban de un socio poderoso que pudiese surtirles de nuevas y sofisticadas tecnologías. Los que primero entendieron esta realidad fueron los que pudieron favorecerse de ella y alzarse como los nuevos señores del mundo. Medio centenar de ciudades-estado dispersas sobre la faz del planeta, que no habrían podido sobrevivir sino al amparo de la Luna.

Esta relación simbiótica entre los selenitas y sus aliados terrestres fue desarrollándose a lo largo de varios siglos y ambas partes pudieron disfrutar de sus beneficios por largo tiempo. Pero ahora estaba seriamente amenazada por los intereses y maquinaciones de un poder relativamente nuevo en la escena interplanetaria, Marte.

El planeta rojo, que había conseguido su independencia hacia poco más de doscientos años. Allí se había refugiado la facción derrotada tras las penosas guerras civiles que azotaron la Luna durante la centuria anterior, y allí habían establecido su nuevo dominio. Pero no podrían disfrutar mucho de él, porque la siempre insurrecta población marciana, apoyada por las huestes de forajidos que habitaban el Cinturón de Asteroides, terminó expulsándolos dos décadas después y levantando su propio estado.

Y desde el principio la República de Marte había soñado con poder desafiar la supremacía lunar y tener acceso a las riquezas de la Tierra. Lo había intentado de diversas formas, desde proteger y financiar el comercio clandestino hasta fomentar la disidencia en las colonias y bases que la Luna poseía en la órbita terrestre.

El presente conflicto era solo un capítulo más en esta historia. Solo que esta vez Marte finalmente había conseguido un aliado allí abajo, la Federación del Pacifico. Juntos pretendían desconocer todos los tratados y hacerse con el control del comercio interplanetario, aislando a la Luna, cortándole el suministro de recursos naturales que ella tanto necesitaba. Explotando su mayor vulnerabilidad y esperando someterla a través de ello.

Sabían que la Luna no permitiría que eso ocurriera, y por eso había sido necesaria una guerra, y una excusa para poder iniciarla.


“Fueron ellos mismos quienes destruyeron la estación, y ahora intentan inculparnos para justificar la agresión.” Concluyó. “Como sabrá, este tipo de estratagemas no es nuevo. Y con ello pretenden volcar a la opinión publica en favor de la guerra. Los marcianos son gente pacífica, y sin una buena razón, se resisitirían a ir a la guerra. Pero una buena razón es precisamente lo que les están dando ahora. Una buena razón, y una mentira.”

El anciano hizo una pausa y pareció meditar unos instantes sobre lo que diría a continuación, adoptando una actitud más circunspecta.

“Por ello también creemos que ellos mismos mataron al embajador Wang, o contrataron a alguien para que lo hiciera. A la Mara Omega probablemente.” Indicó. “Esto porque es cierto que tuvimos algunos contactos con Wang.”

El embajador, explicó, no había estado de acuerdo con los planes trazados por su gobierno. Asumiendo un gran riesgo, él mismo se había comunicado con el Consorcio de Inteligencia, y les había advertido sobre lo que podía suceder. También les había facilitado acceso a ciertos documentos que detallaban el como se llevaría a cabo la operación, con la esperanza de que agentes selenitas pudieran impedirlo. En efecto, eran los mismos datos que aparecían en la tarjeta de datos que le habían hecho llegar, solo que expuestos de tal forma que parecía que la Luna, y no Marte, era la responsable del atentado.

“Pero por supuesto le toca a usted averiguar si nuestras sospechas son ciertas.”

Moreno asintió con la cabeza.

“Capitán, queremos encontrar a los responsable de la muerte del embajador. O al menos que se sepa la verdad.” Concluyó el jefe de los interrogadores.


Después de lo sucedido sentía cierta aversión a usar las interfaces de su implante, así que de regreso a su oficina Moreno rechazó las sugerencias de Hitomi y solo se permitió mirar las últimas noticias de la guerra a través de las pantallas del vagón de tren que lo transportaba. Allí pudo ver imágenes de la flamante primera flota zarpando finalmente al encuentro de la batalla. Una voz detrás de cámara ofrecía optimistas impresiones sobre la capacidad de combate de las unidades y sobre la habilidad de sus comandantes. De fondo, música suave, pero intensa, que crispaba los pelos. Aquellos hombres eran héroes y nada los podría doblegar. La victoria era cierta y los ciudadanos de la Luna nada tenían que temer.

Pero de alguna forma el entusiasmo y la confianza no lograban alcanzar a Moreno. Es que por supuesto, la explicación ofrecida por los agentes de Inteligencia sobre la catástrofe de la estación Hesperus no le convencía del todo. No se sentía cómodo imaginando que su propio gobierno podía ser el responsable de la masacre, pero no podía evitarlo. Y ese hecho hacia que también mirara con suspicacia todo cuanto ahora aparecía en las noticias. Las naves flotando en el espacio, los soldados saludando en formación, los discursos y el pueblo vitoreando a sus tropas. Todo le parecía parafernálico. Un circo. Propaganda. El mensaje no le llegaba, y al contrario, algo en su interior lo rechazaba.

Quizás era solo que como policía, su naturaleza era la de ser escéptico. O quizás era también porque se sentía resentido hacia aquellos quienes le habían robado su cuerpo y le habían encerrado durante largas y angustiantes horas dentro de los estrechos confines de su propia mente. Podía aceptar aquello y que su molestia podía estar afectando su juicio y su objetividad.

Lo que no estaba dispuesto a reconocer era que estaba enfurecido con Hitomi. Era una actitud infantil e irracional, por supuesto. Ella era solo una IA programada para obedecer a sus propietarios. Solo que había olvidado que los verdaderos dueños de Hitomi eran las corporaciones que la habían diseñado, y él apenas era el usuario de turno. Pero era la única IA personal que jamas había tenido. Ella siempre había estado a su lado, aconsejándole y asistiéndole. El a su vez había compartido con ella sus alegrías y tristezas. Había sido su cómplice cuando de niño frecuentaba sitios virtuales pornográficos a escondidas de sus padres, y su confidente cuando empezó a dar sus primeros pasos en el amor. Cuando terminó su relación con Amelie y cuando sus amigos y su familia se alejaron, ella fue uno de los pocos que siguió allí, lista para consolarlo y apoyarlo.

Sin embargo, esa mañana había sido agredido de una forma brutal. Humillado e impotente, había sido incapaz de evitar que tomaran el control de su cuerpo y que luego lo separaran de sus sentidos. Solo y asilado en una celda virtual, había suplicado por su ayuda. Pero no, en esta ocasión ella no estaría a su lado, sino en el de sus captores. No estuvo para él entonces, cuando más la había necesitado.

No, no podía reconocerse a si mismo que lo más lo tenia descompuesto, por sobre todo, era el haber constatado que en verdad él no significaba nada especial para Hitomi. Por supuesto que no, se repitió a si mismo. Tan solo era un software, programado para realizar sus tareas y nada más.

Siempre lo había sabido. Solo que no lo había creído realmente.



16 de Julio, 2510.


Abajo, a cientos de kilómetros de distancia, el sur de África, entre nubes blancas. Un nuevo día comenzaba en las costas del Océano Índico. En efecto, el Sol se alzaba por sobre la curvatura de la Tierra, iluminando a la maltrecha Estación Hesperus, y un poco más cerca, a la Flota Expedicionaria Marciana; el imponente crucero Fobos acompañado por cuatro destructores y siete fragatas.

Aun ocultos en la sombra del planeta, el enemigo. Pero la oscuridad no era un obstáculo para los ojos a través de los cuales la almirante Bridenbaugh los observaba. Los diversos sensores de sus sondas de reconocimiento, y que traducían los datos de modo que pudiesen ser interpretados por su mente como la imagen de una multitud de naves de todos tipos, la mostraban acercándose a toda marcha. La Primera Flota Selenita atacaba justo al amanecer.

Ellos habían elegido el momento, pero ella había elegido el lugar. Después tomar control de la estación y enviar a los sobrevivientes a la Tierra, Bridenbaugh había decidido sacarla de su órbita geoestacionaria y mantenerla siempre del lado opuesto de la Luna, complicando así las comunicaciones de sus adversarios. Asimismo, y aprovechando que los reactores de la estación seguían funcionando, habían montado numerosos generadores de plasma en su interior, capaces de levantar poderosos escudos, y convirtiendo a la Hesperus, o lo que quedaba de ella, en un pequeño bunker espacial. En su interior, ningún ser humano. Solo IAs encargadas de su defensa.

Hasta el momento, los preparativos de la almirante habían dado resultado. Ya había logrado rechazar dos ataques desde arriba, la Tierra siempre como referencia. La estación había servido como un gigantesco paraguas tras él cual sus naves se mantenían a salvo, dejando que sus enemigos agotaran sus reservas de energía. La situación era equivalente a la de una fortaleza sitiada y pronto el comando selenita había comprendido que les llevaría mucho tiempo someter a sus adversarios. Cambiando de estrategia, descendieron y vinieron desde la noche.

Ahora las naves marcianas aparecían ante los selenitas como una hilera de puntos luminosos que se prolongaba desde la Hesperus por varios kilómetros en dirección hacia el planeta azul. La última de la linea, bastante más alejada del resto, y de la protección que podían ofrecerle los escudos de la estación espacial, era la propia Fobos. La almirante invitaba a sus enemigos a atacarle y ellos aceptaron el gambito. Exponiéndose al fuego simultaneo de toda la flota marciana, los de la Luna cargaron contra ella, con el valor y la osadía de quienes no temen perder la vida en la batalla. Pues claro, quienes lideraban aquel asalto estaban a miles de kilómetros de distancia, a salvo de las consecuencias de sus decisiones.

Bridenbaugh retrocedió un poco, abandonando la linea recta que se había esmerado en mantener con respecto del resto de sus unidades. Sus destructores y fragatas también se movieron, pero en sentido contrario.

Por su parte la nave insignia de los selenitas, el crucero Copérnico, avanzó rodeado por una docena de naves menores. Un grupo semejante, liderado por el crucero Kepler, siguió a la primera desde cierta distancia. Atrás y manteniendo una posición de expectativa, quedó la Galileo con unas pocas unidades de reserva.

Mientras la Copérnico intentaba dar alcance a la Fobos, las fuerzas del planeta rojo concentraron su ataque sobre la Kepler y sus acompañantes. La estación Hesperus comenzó a disparar sobre aquel grupo. Los rayos láser de la estación terrestre fueron rechazados por los escudos y no causaron daños, pero permitieron que los destructores marcianos llegaran a corta distancia del crucero selenita. Cuatro escuadrones de cazas marcianos fueron desplegados para enfrentar el verdadero enjambre que emergía de los hangares enemigos. Comenzó el intercambio de de fuego a corta distancia.

Las fuerzas lunares quedaron efectivamente divididas en dos, y quizás fue en ese momento que los altos mandos a bordo de la Copérnico comprendieron que algo andaba mal. Lograron hacer ver el riesgo a sus superiores que dirigían la operación desde el Cráter Schrodinger y la poderosa Copérnico envió la mitad de sus unidades de apoyo en ayuda de la Kepler.

Era la señal que Bridenbaugh estaba esperando. Dio la orden a sus subordinados de abordar los módulos salvavidas, al tiempo que dirigía su voluminosa embarcación contra la poderosa Copérnico. Los selenitas comprendieron demasiado tarde las intenciones de la almirante. Comenzaron a disparar frenéticamente contra la Fobos, pero el crucero tenia toda su energía dirigida hacia sus defensas y los esfuerzos de sus enemigos fueron en vano.

Bridenbaugh comprendía, sin embargo, que aun tenia que encargarse de los escudos de la Copérnico. Si no lograba eliminarlos, no conseguiría nada más que estrellarse contra ellos y desintegrarse en una formidable explosión. Pero la fortaleza de sus enemigos era también su debilidad. Los había obligado a concentrar toda su energía en el escudo plasmático frontal, dejando vulnerable al resto de sus flancos. Desplegó cientos de misiles y los dirigió en distintas trayectorias contra su objetivo. Las baterías láser de la Copérnico dieron cuenta de la mayoría, pero ella necesitaba que solo una llegara lo bastante cerca. Cuando eso ocurrió, se activo automáticamente, propagando un potente pulso electromagnético.

Ambas naves quedaron sin energía, sin sistemas computacionales, sin soporte vital, sin armas ni escudos. La inercia hizo el resto. Al estrellarse, hundieron sus cascos una contra la otra, y una serie de explosiones se extendieron a lo largo de sus fuselajes. Finalmente dos poderosas detonaciones terminaron por convertir al conjunto en una pila de metal retorcido.

Mientras tanto, y aprovechando las vacilaciones de sus enemigos, los cuatro destructores marcianos habían logrado dañar severamente al crucero Kepler, que ahora intentaba huir, acosado por sus perseguidores. La Galileo y el resto de la flota salieron de su letargo y intentaron ir en ayuda de su compañera herida. Pero estaban demasiado lejos. Disparo tras disparo, los láseres marcianos eran bloqueados por las defensas de la Kepler, pero cada vez más cerca, cada explosión empujándola más hacia el precipicio. Finalmente una descarga dio en los motores, y la nave ya no pudo modificar su rumbo. El estilizado crucero se precipitó hacia la Tierra, dejando tras de si un reguero de módulos de salvamento. Su casco se incendio al ingresar a la atmósfera, y los habitantes de Madagascar pudieron ver aquella mañana el impresionante espectáculo; los restos de la formidable estructura envueltos en un remolino de fuego, atravesando el cielo. En la mitad de su trayectoria estalló violentamente, esparciendo trozos de metal por todo el océano más abajo.

Pero la flota marciana también se había visto golpeada y solo le quedaban unas pocas naves en capacidad de combatir. Había llegado al hora de retirarse, pero en definitiva solo una fragata y un destructor lograrían escapar de sus ahora enfurecidos perseguidores y regresar a casa a salvo.

No obstante, las primeras en volver serian las IAs a bordo de la Hesperus. Cuando los escudos de la estación finalmente cedieron, ellas se transmitieron a si mismas, recorriendo en solo quince minutos el espacio que las separaba de Marte. Una bomba atómica dejada por ellas para tal efecto, estalló en la estación, esta vez destruyéndola completamente y concluyendo de esta forma con su breve pero convulsionada existencia.

Así, el campo de batalla era de la Luna. La victoria era de ella. Una victoria, si, pero con sabor demasiado amargo. El precio, en efecto, había sido demasiado alto.

A bordo de su cubículo, que en el último momento había sido expulsado de la Fobos, Bridenbaugh se acercaba a la atmósfera terrestre. Nada podía saber del desenlace de la batalla y solo le cabía esperar que las computadoras hubiesen tenido tiempo de calcular correctamente su ángulo de ingreso antes de ser alcanzadas por el pulso electromagnético.


jueves, 15 de noviembre de 2007

¿Quien Está Ahi? John W. Campbell. 1938.


Club de Lectura de Relatos de Ciencia Ficción.
Sesión 02.
¿Quien está ahi?. John W. Campbell, 1938.

También comparto la opinión de muchos. Mi principal objeción radica en el estilo narrativo, aveces recargado, lento, dificultoso. No se hasta que punto la traducción conspiró (o quizás alivio?) este problema.
Sin embargo la idea es potente. Lo demuestra el hecho de que haya sido filmada en 1982, generando una película cuyo argumento se desenvuelve muy bien en el contexto de la ciencia ficcion de los ochenta. Aparentemente lo que le falto a Campbell fue precisamente un buen editor que le dijera como pulir aquel diamante en bruto.
Otro aspecto interesante es que las principales falencias del cuento corresponden casi precisamente a los defectos de los que se acusa al grueso del material generado en la Edad de Oro, o como correspondería decir, la era Campbelliana. Y es que claro; el propio Campbell, en sus propios intentos de escribir, no muestra mayor preocupación por el desarrollo de personajes, excluye el romanticismo y especialmente el sexo, demuestra pasión por las ciencias duras, y confía en las capacidades de la humanidad al punto de sonar chauvinista. Características que apreciamos en este cuento, y que obviamente son algunas de las mismas características fundamentales de los productos de Edad de Oro y de todos su principales autores (al menos en ese periodo). Podemos observar la marca en un Heinlein temprano, en Van Vogt, en del Rey... y por supuesto, sobre todo, en Asimov.
En definitiva, quizás el relato no tiene mucho mérito en si mismo, pero nos sirve para poner en perspectiva lo que vendrá después. Que cuando pretendamos identificar las directrices que condujeron el criterio editorial de Campbell, vamos a tener un indicador bastante pertinente.

Nota: La imagen corresponde al número de agosto de 1938 de "Astounding" donde originalmente fue publicada "Who Goes There?".

miércoles, 7 de noviembre de 2007

Una Odisea Marciana. Stanley Weinbaum. 1934.



Club de Lectura de Relatos de Ciencia Ficción.
Sesión 01.
Una Odisea Marciana. Stanley Weinbaum, 1934.

"A Martian Odyssey" fue originalmente publicada en el número de Julio de 1934 de "Wonder Stories", por entonces dirigida por el propio Hugo Gernsback.
Es la primera historia de ciencia ficción escrita por Weinbaum, y que permanece como su mas famosa contribución al género, una que desde siempre ha figurado como una obra clave y fundamental.
El autor, sin embargo, fallecería poco tiempo después, a fines de 1935.

Este cuento lo leí por primera vez hace unos quince años. Recuerdo que lo que más me llamó la atención entonces fue ese despliegue de imaginación, diríamos, desbocada. Porque claro, la ciencia ficción en su intento de ser "científica" (o "hard") de alguna forma limita un poco este aspecto. Comparaba con Asimov, Bradbury o Clarke con sus poco exitosos esfuerzos por introducir visiones realmente alienígenas en sus visitas a Marte.
Weinbaum hace el salto y se atreve a describir las cosas mas fantásticas recurriendo al expediente de que simplemente están mas allá de nuestra capacidad "actual" de ser comprendidas racionalmente, pero que podrían ser entendidas "científicamente" eventualmente. Y en esto discrepo de quienes ven mucha similitud con "Alicia", por cuanto allí nunca se pretende que las experiencias maravillosas lleguen alguna vez a ser comprendidas racionalmente. Por eso creo que "Una Odisea Marciana" es ciencia ficción y no literatura fantástica a secas.
Si, hay algo de onírico en la narrativa del autor, pero no muy distinta de la que podría existir, por ejemplo, en "La Maquina del Tiempo", de H. G. Wells. Creo, yo, al menos.
Bien. Y entonces he leído por segunda vez este cuento y esta vez ha sido otro el autor contra el cual he terminado comparando el relato. Un autor que ahora me ha parecido notablemente influenciado por Weinbaum. Este es Larry Niven. No solo por la imagen del Titerote que a cada rato se me sobreponía a la de Tweel, sino por otras obras de Niven, historias de viaje, como la de Weinbaum, y donde se exploran maravillas tras maravillas, sin detenerse a racionalizarlas mucho. No pienso tanto en "Mundo Anillo", sino en historias como "Un Mundo Fuera del Tiempo", por ejemplo.
También he venido a relacionar este cuento mucho más con su contexto histórico y personal (del autor), gracias a vuestros comentarios. Siempre me ha gustado un poco desmenuzar aquello que Tolkien llamó "el humus de la mente". "Alicia", la cura del cáncer, y demases. Aspectos que sin duda vienen a aportar en el entendimiento de las causas que provocaron que "Una Odisea Marciana" fuese escrita de la forma en que lo fue.

Fuente: www.tauzero.org

miércoles, 24 de octubre de 2007

ECLIPSE DE LUNA: CAPITULO 1


ECLIPSE DE LUNA



PROLOGO


5 de Julio, 2510.


La estilizada estación orbital giraba lentamente sobre su eje, reflejando los rayos del sol sobre su pulida superficie. Diversos apéndices surgían desde ella, paneles solares, antenas y otros de muy variadas formas y funciones. Uno de sus extremos estaba todavía en construcción y allí un enjambre de trabajadores, en sus trajes espaciales, se esmeraba en sus labores, en medio de vigas de acero y tuberías suspendidas en el vacío.

Bajo ellos, la Tierra. Un mundo devastado tras medio milenio de largas guerras y de la indiscriminada explotación de sus recursos por parte de una población hambrienta y desesperada. Los polos se habían derretido y las líneas de las antiguas costas se habían desdibujado, mientras que las tierras más altas habían quedado cubiertas de manchas y cicatrices, a causa de las bombas que habían incinerado las ciudades, y por las talas y los incendios que se había llevado las selvas y los bosques.

Flotando a un costado del aquel planeta herido y mutilado la estación se hacia pequeña en la distancia, hasta llegar a ser un insignificante punto luminoso. Una pálida estrella que, de pronto, se convirtió en incandescente nova.

Una llamarada súbita, potente, pero que se consumió en un instante, privada del oxigeno necesario para alimentarla. Pero de todas formas, más que suficiente para que toda una sección de la estación se desintegrara, y sus trozos se convirtieran en una lluvia de brillantes esquirlas lanzadas al espacio.



1


9 de Julio, 2510.


El Corredor Korolev. Hace cuatrocientos años apenas un túnel que comunicaba la prístina colonia de Ciudad Armstrong y los complejos industriales en el valle de Rima Ariadeaus. Ahora era un laberinto de varios niveles de calles estrechas y pasillos retorcidos, bodegas sucias y hacinadas viviendas.

Un territorio conflictivo, donde seguía existiendo gran cantidad de pobreza y de delincuencia a pesar del enorme progreso tecnológico y económico que se exhibían ampliamente en otras regiones de la Luna. Eran los bajos fondos de la gran ciudad que se extendía hacia el sur. Una tierra de nadie. El país de la prostitución, de las drogas, el comercio clandestino, y por supuesto, de los robos y asesinatos. Los dominios indisputados de una poderosa organización criminal, la Mara Omega, los verdaderos amos del Corredor Korolev.

El antiguo túnel por donde atravesaban las lineas del tren magnético era una barrera que dividía en dos al distrito, su parte exterior una muralla infranqueable que se prolongaba a todo lo largo de los pisos tercero al sexto. Al oriente de aquella frontera, Shinakiba, y al poniente “El Ghetto”. Los dos pisos superiores y las construcciones de la superficie constituían “El Malecón”, y las oscuras profundidades más allá del séptimo nivel eran conocidas tan solo como “las cloacas”. Al medio de todo aquello la estación del ferrocarril magnético y unas pocas manzanas donde se concentraban los servicios y la toda la escasa normalidad y orden que podía existir en aquellos confines.

Allí era donde se encontraban las oficinas del Departamento de Policía local, su escaso personal siempre sobrepasado e incapaz de hacer frente a los innumerables delitos que se cometían cada día en las calles del distrito. Allí era donde trabajaba el capitán Gary Moreno.

Tenia treintainueve años de edad, todavía bastante joven para los estándares de la Luna, donde era fácil superar el siglo de existencia, por una década o dos cuando menos. Asimismo, era alto, como todos los que nacían y crecían en la escasa gravedad del satélite terrestre. Pero con sus dos metros y quince centímetros de estatura él se alzaba incluso un poco por sobre el promedio. Poseía una figura esbelta y una contextura atlética, sin ninguno de los abultamientos en el abdomen o los muslos, que eran tan propios de los bien nutridos ciudadanos selenitas. Su piel bronceada no era fruto de algún tratamiento artificial, sino la herencia de sus antepasados, mestizos sudamericanos. Su cabello era negro y sus ojos de un inesperado color verde claro.

Ya llevaba cuatro años sirviendo en aquel puesto, no porque lo hubieran obligado, sino porque lo había pedido. Ningún policía en su sano juicio podría haber querido ir ahí voluntariamente, y no pocos compañeros y superiores le habían aconsejado en ese sentido. Pero el Corredor Korolev le había parecido el sitio preciso donde podría convertirse en un verdadero agente de la ley y donde podría, finalmente, sentirse orgulloso de estar cumpliendo con su deber. También, el lugar ideal donde comenzar de nuevo, lejos de un padre y una familia que nunca le perdonarían su falta, y lejos también de la mujer que aun no había podido olvidar.

Durante un tiempo trabajo con esfuerzo y entusiasmo. Realmente había creído en que podía hacer la diferencia y se había dedicado a perseguir a la Mara Omega, impidiendo sus actividades donde las descubriera e intentando capturar a sus cabecillas. Había sido en vano. Si, eran fuertes y eran astutos. Sin embargo esas eran cosas contra las que él estaba preparado para enfrentarse. Pero había algo con lo que no había contado. Algo que había entendido mucho después y que era la causa principal de todos sus frustrantes fracasos.

La corrupción. Esa era arma más peligrosa y terrible de cuantas poseía en su arsenal la Mara Omega. Una secreta y muy extensa red de vasallos cuyos tentáculos se extendían desde las hediondas alcantarillas del Corredor Korolev hasta los esplendidos edificios gubernamentales de la Cúpula Apolo. Un enemigo anónimo, pero que para él tenia, al menos, un nombre muy concreto. Porque sabia que en el centro de aquella telaraña había un hombre llamado Leonard Hiranandani. Alguien que, sin embargo, no tenia rostro. Un intocable, como alguna vez lo habían sido sus ancestros en la antigua India.

Pero si que tenia ojos y oídos. Nada nunca pasaba en sus dominios sin que él se enterara, y esta vez tampoco había sido la excepción. De nuevo Hiranandani se les había adelantado.

Sus informantes le habían avisado a Moreno de la llegada de un centenar de emigrantes ilegales. Habían sido lanzados desde algún punto en el sudeste asiático y puestos en órbita terrestre, dentro un pequeño contenedor presurizado, y más tarde habían sido recogidos por un carguero clandestino. Podrían haberlos interceptado en ese momento, pero prefirieron esperar. Era posible, le habían dicho, que el propio Hiranandani y otros mandamases de la Mara concurrieran a recibir el cargamento humano y era una oportunidad que no podían dejar pasar.

Habían permitido que la pequeña nave alunizara tras el cráter Maskylene y que remolcaran el contenedor hasta un hangar en el Malecón, y que se conectaba a través un rudimentario ascensor de poleas y cadenas con una escondida bodega en el tercer nivel.

Cuando sus hombres habían llegado hasta allí, rodeando el lugar y cubriendo todas las posibles salidas, por un momento había confiado en que esta vez tendrían éxito. Pero al entrar al recinto solo encontraron el contenedor vacío y unos pocos objetos personales, seguramente dejados atrás en una precipitada huida. Pero nada más. Ningún alma. Ningún rastro de los traficantes y ni de su especial mercancía. Alguien les había advertido de la trampa que se les preparaba, alguien dentro de las propias filas de la policía.

Como era esperable, entonces, les habían ganado nuevamente y ya no tenia esperanzas de cambiar su suerte. A esa hora los esbirros de Hiranandani debían estar negociando el retorno de su inversión, vendiendo a las muchachas jóvenes como prostitutas en los burdeles del sector, y a los varones como mano de obra esclava, la mayoría con destino a Marte o a los Asteroides.

“Señor. Lo siento.” Fue lo único que supo decirle el teniente Isaac Tennyson. Un hombre más joven que Moreno, y menos experimentado. El Corredor Korolev era su primera asignación, y había llegado allí apenas salido de la academia, un par de años atrás. Sin embargo parecía haber aprendido más rápido que el propio Moreno a tolerar la frustración. O quizás, tan solo se había resignado.

“Nada que hacer.” Contestó Moreno, visiblemente decepcionado. “¿Me hace un favor teniente? Hable con el sargento Foley y que el le ayude con los informes. Yo mañana los firmo. Mire que ahora lo único que quiero es irme a casa a descansar.”

“Seguro señor. Yo me encargo.” Dijo él, mostrándose agradecido por contar con una tarea concreta donde poder ayudar a su desalentado comandante.

“Le diré a Hitomi que este atenta por si necesita algo.” Agregó antes de irse.

“Si señor.” Respondieron al unisono. Tennyson al frente suyo, y Hitomi, su IA personal de soporte, en algún lugar dentro de su cabeza.


A aquella hora los trenes con destino a la ciudad iban atestados, así que no tuvo más remedio que quedarse de pie. Casi una hora de viaje hasta su destino, el distrito Orkin. El vagón no poseía ventanas, ya que no había mucho que ver en el exterior, solo las grises paredes de cemento de los interminables túneles del sistema ferroviario. Y cuando las puertas se abrían lo único que era posible observar afuera eran aglomeraciones de gente esperando en cada estación.

Arriba, en el techo, habían pantallas de televisión. Pero ellas solo transmitían propaganda y a ratos algún anuncio de la empresa de trenes. Nada muy atractivo o interesante para combatir el aburrimiento y la monotonía. Afortunadamente había una alternativa.

Le ordenó a Hitomi que le transportara a un centro de relajamiento virtual. Inmediatamente setenta créditos fueron descontados de su cuenta. A cambio de ello sus percepciones sensoriales fueron intervenidas y se sintió como si estuviera flotando en agua caliente mientras suaves manos invisibles masajeaban distintas partes de su cuerpo. Aromas de flores en sus centros olfativos. Música nexobarroca en sus oídos. Reconoció una serenata de Claire Vivianne Versión 3.2, una compositora IA de hace dos siglos atrás y que era una de sus favoritas. Los servicios como aquel siempre mantenían registro de los gustos de sus clientes, en todo tipo de asuntos, de modo de hacer lo más placentera posible la experiencia de cada uno de ellos.

Por ejemplo, ellos también sabían que el capitán Moreno gustaba de los lugares abiertos, algo poco común entre los habitantes de la Luna, acostumbrados a los espacios cerrados y siempre temerosos del vacío mortal que había allá afuera. Por eso ahora se veía así mismo en la cima de la cumbre más alta de los Montes Cárpatos Lunares mirando hacia el Mar de las Lluvias, una llanura blanca, magnifica, extendiéndose hasta el horizonte. Arriba y a un costado, la Tierra en cuarto creciente flotando en un cielo lleno de estrellas.

En otra realidad muy distante, Hitomi, siempre gentil y dispuesta, se preocupaba que nada de lo que estaba pasando a bordo del tren llegara hasta el cerebro de Moreno e interrumpiera su merecido descanso. También había tomado el control de sus nervios motores y realizaba por el todos movimientos que fueran necesarios. Darle la pasada a alguien que quisiera bajarse o afirmarse con más fuerza cuando frenaban. Ella se encargaría de cualquier eventualidad y finalmente le avisaría al propietario de aquel cuerpo cuando llegaran al final de su trayecto. Todo ello gracias al implante cibernético que había en la base del tronco encefálico del capitán Moreno, al igual que en cada uno de los quince millones de ciudadanos selenitas.


En la Luna los días, y sus noches, duraban poco menos de setecientas horas. Considerando además que la gran mayoría de sus habitantes vivían bajo tierra o en edificios sellados, y donde los espacios públicos estaban permanentemente iluminados, poco sentido tenia utilizar esos términos para referirse a los periodos de trabajo y de descanso del ser humano. Cada selenita administraba sus propias horas de luz y de oscuridad en la intimidad de sus moradas, definidas de acuerdo a sus rutinas y preferencias.

Para Moreno ya era tarde. Pero todo el día había estado anhelando llegar a su casa, acomodarse en su sillón favorito, y destinar unos momentos para disfrutar sosegadamente de la cerveza que ahora sostenía entre sus manos.

Estando allí, y como siempre, su mirada se desvió hacia el estante que había a un costado y donde, entre otros objetos personales, había un pequeño portarretrato holográfico con la imagen de una hermosa mujer. Volvió a repetirse que ya era hora de deshacerse de aquella fotografía, de guardarla en algún cajón o de arrojarla a la basura. Estuvo a punto de hacerlo en ese mismo segundo, pero de nuevo termino postergando la decisión, con la excusa interior de que era un buen momento para mirar las noticias.

Para empezar, la catástrofe ocurrida tres días atrás. Los noticiarios, que Hitomi se encargó de hacer aparecer frente a sus ojos inyectando la información directamente en sus nervios ópticos y auditivos, seguían transmitiendo una y otra vez las impresionantes imágenes de la estación espacial Hesperus sacudida por la potente explosión que había convertido gran parte de su estructura en un irreconocible muñón de metal retorcido y chamuscado.

El comentarista explicaba que la estación había sido el ahora mutilado producto de las desmedidas ambiciones de la Federación del Pacifico, una nueva nación terrestre con pretensiones de imperio que durante las últimas décadas había ido expandiendo su hegemonía a lo largo de las costas e islas del gran océano del que había tomado su nombre, y que de esa forma había intentado dar sus primeros grandes pasos en la conquista del espacio. Por lo tanto, en un primer momento se creyó que lo ocurrido había sido tan solo un muy desafortunado accidente fruto de la inexperiencia de los constructores en aquel tipo de obras de ingeniería.

Sin embargo, la verdad, descubierta poco tiempo después, había resultado ser distinta. La explosión había sido provocada por la detonación de una pequeña bomba nuclear puesta en la Hesperus por un grupo pacifista radical de la propia Federación del Pacifico, el Ejercito de la Nueva Tierra, que se oponía a las políticas expansionistas e beligerantes de su gobierno. En un breve comunicado se habían adjudicado la autoría del acto terrorista y habían argumentado que era imprescindible que los lideres de la nación atendieran las reales necesidades del pueblo, el hambre y las enfermedades, en vez de estar despilfarrando los escasos recursos disponibles en proyectos quiméricos que solo buscaban distraer a la población de los verdaderos problemas.

Los muertos a consecuencia del atentado se calculaban en varios centenares. Y todavía unas mil personas permanecían en su interior, aisladas y sin abastecimientos ni atención medica, refugiadas en la parte de la estación que milagrosamente había logrado resistir incólume.

El gobierno de la Luna había anunciado que aunque podía simpatizar con las aspiraciones de paz y justicia que reclamaban los responsables del ataque, no podía estar de acuerdo con tales métodos, y había puesto todos sus recursos a disposición de la nación afectada, a fin de socorrer a los sobrevivientes.

Las cámaras de televisión mostraban ahora al convoy de naves de rescate que habían sido enviados por la Luna hacia el sitio del desastre. Pero un inesperado obstáculo se les había interpuesto en el camino. Naves de guerra marcianas impedían toda acción humanitaria, amenazando con disparar sobre los selenitas si se acercaban a la estación.

La actitud de la Flota Expedicionaria de Marte respondía a la vieja rencilla que mantenían la Luna y el planeta rojo por el control del comercio en la órbita terrestre. De esa forma, el tema de los reportajes se desvió hacia el inquietante aumento de la tensión diplomática entre ambos gobiernos, pero para entonces Moreno había comenzado a cabecear. Cuando Hitomi detectó aquello, fue atenuando suavemente el volumen del sonido y el brillo de las imágenes. También apagó las luces del departamento. Pero antes de quedar completamente a oscuras, por el rabillo del ojo, lo último que el policía alcanzó a ver fue, de nuevo, la fotografía del portarretrato.


Su padre, el comandante Roberto Moreno, también había sido policía, y luego se había convertido en un influyente funcionario administrativo del Consorcio de Seguridad Ciudadana. Había querido que su hijo siguiera sus pasos, que era, por lo demás, lo que se estilaba tradicionalmente. Así, el joven Gary se integró a la Academia del Consorcio y cuando se graduó cuatro años después, su padre ya le había conseguido un envidiable puesto en la zona de Fra Mauro, donde vivía la sofisticada y pudiente alta sociedad selenita, en lujosos condominios a la sombra de los cráteres o extensas haciendas que se extendían hacia el Mar de las Nubes.

Muy pocos crímenes se cometían en ese distrito, no al menos los de la clase que finalmente podían llegar a las manos de los policías de placa y pistola. No le había quedado más que dedicarse, junto con sus compañeros, a frecuentar la vibrante vida nocturna de lugares como los balnearios de Farpoint y los clubes del Sunriver.

Él, que se sabía un hombre interesante y atractivo, no tenia dificultad en conocer a hermosas mujeres con las que terminaba teniendo sexo en algún motel cercano, una distinta en cada ocasión. Tal vida licenciosa podría haber sido escandalosa en otras partes de la Luna, como en la recatada capital, Ciudad Armstrong, pero no en Fra Mauro. Allí todo estaba permitido y de hecho, era un privilegio pertenecer y participar de los frívolos pasatiempos de aquella élite.

Fue precisamente en un club del Sunriver, un conjunto de siete cúpulas transparentes conectadas una junto a la siguiente y a través de las cuales corría un río artificial rodeado por frondosos arboles tropicales, donde vio por primera vez a Amelie.

De inmediato supo que la joven mujer, de apariencia frágil, rostro angelical y cabellos claros como el trigo, era especial. Su cuerpo, menudo y muy delgado, estaba cubierto por un ligero vestido de seda que parecía fluir como un liquido viscoso, destacando sus formas perfectas. Tenia una expresión vívida y alegre, pero sus ojos eran dos profundos pozos insondables, como perdidos en la niebla espesa.

Ella se había acercado y se sentó cerca, dejando que sus miradas se encontraran un par de veces. Él le invitó un trago, y mientras bebían la joven le examinó sin ningún resquemor, apreciando los gruesos músculos de sus brazos, el color oscuro de su piel y su postura confiada. Amelie se había sentido inmediatamente atraída por aquel hombre, por el vigor y la intensidad que evidenciaba en cada palabra, en cada movimiento; por el deseo y la pasión que transmitía su mirada. Eso era precisamente lo que ella quería, y lo que había estado buscando no solo aquella noche, sino que durante muchas noches, por mucho tiempo.

Los amigos de Moreno se alejaron, sin intervenir. Nadie intentó arrebatarle la presa, todos reconocían su derecho al premio mayor. Se sintió satisfecha. Había elegido bien.

Permitió que él la sedujera, apreciando su estilo. Un poco tosco, quizás, pero de nuevo, potente y sobre todo, genuino y espontáneo. Terminaron en una lujosa habitación de hotel, que ella pagó, y Moreno tuvo el mejor orgasmo de su vida. La mujer fue como un barco que siempre superaba las expectativas de su capitán, y que supo llevarlo a costas de aguas tibias y claras, que él nunca había conocido.

Después de aquello comenzaron a salir y pronto decidieron vivir juntos. Él le traía flores y le preparaba la cena. Ella lo sorprendía con atrevidos vestidos y sus fervientes ganas de él. Aveces iban a Sunriver, pero también iban a a restaurantes y salas de concierto en Ciudad Copérnico. Se conectaban juntos a frenéticas realidades virtuales, o paseaban por quietos jardines durante largas horas. La pasión desenfrenada de los primeros momentos se transformo en algo más sosegado y sutil. Ella comenzó a disfrutar el tan solo mirarle dormir a su lado, y también a extrañarlo cuando se marchaba a su trabajo en las mañanas. Eso también era lo que ella había querido y necesitado por largo tiempo.

Finalmente él le propuso matrimonio. Dudo un momento. ¿Eso era lo que ella había estado buscando? ¿Era lo que de verdad quería? ¿Una vida normal y con cierta ilusión de sentido? ¿Si, no? Nunca lo sabría. Solo que lo había mirado a los ojos, que había sentido que su corazón parecía querer arrancarse de su pecho, y le había dicho que si. Si, pero no. Antes tenia que contarle algo. Algo que había mantenido en secreto para no romper la magia, para no terminar con todo demasiado pronto.

“Soy una metaciudadana, Gary.” Le había dicho ella. Bajando la vista. “Ojala no te importe. Ojala me perdones por no habértelo dicho antes.”

A él no le había importado, no en ese momento. Se casaron dos meses después en una iglesia cristiana. Casi todos los invitados eran familiares y compañeros de Moreno. Solo dos figuras anónimas al fondo, que Amelie presentó como sus padres, esperaron hasta el final de la ceremonia y luego se retiraron sin siquiera saludar al novio.


10 de Julio, 2510.


Una sutil descarga eléctrica estimuló directamente la región de la sustancia reticular y casi instantáneamente el detective estuvo despierto.

Mientras sus ojos se ajustaban a la repentina claridad de su habitación, Hitomi le informó que había un mensaje de prioridad máxima aguardando en linea. El aceptó la comunicación.

“Disculpe, capitán.” Escuchó la voz tensa del teniente Tennyson. “Tenemos una emergencia.”

Calculó que había dormido solo unas tres horas. No estaba de humor para emergencias, alcanzó a pensar. Entonces apareció en una estrecha callejuela escasamente iluminada por distantes anuncios de neón, rodeado de otros policías que se estorbaban unos a otros. Olor a alcohol y vomito. Ruido de sirenas y de ordenes gritadas por sobre la confusión. Por supuesto, aquello era lo que el teniente Tennyson estaba viendo, oyendo y sintiendo en ese preciso momento.

“¿De que se trata?” Preguntó él, escuchando su propia voz dentro de la cabeza de su subalterno.

“Acaban de encontrar muerto al embajador marciano.” Le señaló Tennyson. “Esto esta muy jodido.”

“Oh no. No me jodas a mi... yo no quiero ese bulto. Habla con el comandante.” Respondió Moreno, considerando solamente las implicaciones más inmediatas de la situación. Suficiente como para no querer tener nada que ver con ello.

“Ya hable con él, capitán. Y dijo que era su zona y que usted estaba a cargo.”

“¡Joder! Ya voy para allá.”


De nuevo el Corredor Korolev. Sexto nivel, sector Épsilon. Primero, el escondido corredor que antes había visto a través de los ojos de Tennyson. Luego, un destartalado burdel llamado “Mademoiselle Desiré”. Finalmente, una minúscula habitación en el segundo piso. Allí, el cuerpo de Ibrahim Alexander Wang, arrojado en el suelo en medio de un charco de su propia sangre. El arma homicida, un cuchillo de cocina, sobre la cama que permanecía ordenada, sin que hubiese sido usada recientemente para el propósito al que estaba destinada.

“¿Alguna grabación?”

“No que sepamos.” Dijo el teniente Tennyson. “Con la autopsia sabremos si tiene algún tipo de implante.”

Poco probable, pensó el capitán. Los marcianos eran muy celosos de su intimidad, y si bien solían usar todo tipo de artefactos cibernéticos, estos rara vez estaban diseñados para almacenar información personal.

“¿Las empleadas? ¿Los clientes?” Preguntó sabiendo que era muy improbable.

En la Luna, todos los ciudadanos poseían desde su nacimiento el implante que les permitía conectarse a la red, ser asistidos por inteligencias artificiales, expandir sus capacidades de memoria y aprendizaje, y otro sin fin de posibilidades. Una de las cuales era el hecho de que cada estímulo percibido por sus sentidos era grabado, y luego transferido y acumulado en enormes archivos confidenciales, administrados por el gobierno. Registros que estaban a disposición de la policía cuando se trataba de investigar crímenes de todo tipo.

Pero los ciudadanos rara vez cometían delitos. Quienes si lo hacían eran los indocumentados venidos desde la Tierra, ellos o sus hijos y nietos, que no poseían implantes, y que formaban las grandes masas de desdichados que vivían en los empobrecidos campamentos marginales al sur de Ciudad Armstrong, o en las laderas septentrionales del cráter Copérnico. Y en el Corredor Korolev.

“Tampoco.” Contestó Tennyson. “Además, usaron una bomba electromagnética. De bajo poder, pero igual suficiente para borrarlo todo en cien metros a la redonda.” Agregó.

“Vaya. Definitivamente no querían dejar rastros.” Indicó. Pero curiosamente habían olvidado un cuchillo ensangrentado junto al cuerpo, recordó. La paradoja era inquietante. “¿Hubo daños?”.

“No mayores. Tres personas fueron llevadas al hospital, pero nada serio.”

Las bombas electromagnéticas no estaban hechas para matar personas ni para destruir infraestructura física. No directamente al menos. El breve, pero intenso, pulso electromagnético producido por ellas tenia como propósito deshabilitar los sistemas eléctricos. Pero ello podía incluir, por cierto, los que una persona podía tener dentro de su propio cuerpo; desde simples marcapasos hasta microscópicos nanorobots circulando en sus vasos sanguíneos.

“Entre ellas la mujer que lo estaba atendiendo.” Agregó el teniente.

La prostituta que había estado con el embajador, quien era naturalmente la primera sospechosa. Era importante hablar con ella tan pronto como fuese posible.

“Y capitán...” Le interrumpió su subordinado.

“¿Si?”

“El comandante dijo que necesitaba el caso resuelto para mañana.”

“No me diga.” Dijo en tono irónico.

El comandante Edward Costa era su superior directo y oficial en jefe del Departamento de Policía del Corredor Korolev. Un hombre de edad avanzada y que rara vez se aparecía por los cuarteles, prefiriendo permanecer en su cómoda oficina en el edificio principal del Consorcio de Seguridad Ciudadana. Alguien que se mantenía alejado de los problemas y del verdadero trabajo policíaco que abundaba en su distrito, pero que permitía, sin cuestionar demasiado, que sus subordinados tomaran todas las decisiones que consideraran necesarias. Excepto claro, cuando sus propios jefes interrumpían su reposada existencia a causa de una emergencia que amenazaba con convertirse en una crisis interplanetaria.

Si, una crisis interplanetaria, se repitió a si mismo.

Dio apresuradas instrucciones para que se realizaran los procedimientos de rigor, como la búsqueda huellas dactilares y de restos orgánicos, y se encamino hacia el hospital. Por una vez estaba de acuerdo con su superior; esto tenia que solucionarse rápido.


Se llamaba Luang Sumalee y era prostituta. Pero más importante aun, el embajador Wang había sido su último cliente. Según su expediente tenia veintidós años y acababa de llegar recientemente desde la Tierra. Originaria del sudeste asiático. No se especificaban más detalles. Solo que tenía permiso para vivir en la Luna. Todo legal.

Por supuesto, pensó Moreno, cuando vio a la mujer sentada en el borde de la camilla. Vestía una falda muy corta y una blusa transparente que no solo dejaba ver sus pequeños senos, sino que también un tatuaje de color plateado en su hombro izquierdo. La última letra del abecedario griego. Propiedad de la Mara Omega. Ellos siempre se encargaban de que sus pertenencias estuvieran con los papeles en regla.

“Buenos días, señorita Luang.” Empezó el policía apenas entró en la habitación. “Soy el detective Gary Moreno.”

“Buenos días detective.”

Moreno la miró con más detención. Delicados rasgos asiáticos, y baja estatura, incluso para ser terrestre. En la Luna fácilmente podía pasar casi por una niña. Quizás precisamente lo necesario para satisfacer los especiales apetitos de aquellos que concurrían donde “ Mademoiselle Desiré” en busca de placeres exótico y prohibidos.

Sin embargo había algo más en la muchacha. Algo que le hacia sentirse inquieto y desconcertado. Una cierta actitud confiada y procaz. Algo en sus ojos oscuros, y su mirada intensa, presente, pero al mismo tiempo, consumida y distante.

“¿Como está? El doctor me dijo que mejor.” Aseguró él.

Ahora sabia que la muchacha no había sido encontrada en la habitación del burdel, sino que en uno de sus baños, inconsciente. El médico le había explicado que un pequeño chip instalado en su corteza cerebral se había quemado como consecuencia de la descarga electromagnética y que eso había provocado el desmayo.

“A mi me dijo que ya me podía ir a casa y es lo que me gustaría hacer.” Contestó ella mientras que con sus manos se arreglaba la blusa, arrastrando por un instante los ojos del policía hacia sus jóvenes pechos.

“Primero tengo que hacerle algunas preguntas.” Señaló el apartando la mirada.

“Esta bien.” Asintió Sumalee como si de ella dependiera el asunto. Cruzó sus delgadas piernas, un gesto que tampoco pasó desapercibido por el detective.

“¿Sabe lo que sucedió?” Le preguntó.

“Si. Mataron al embajador Wang.”

“¿Como lo supo?”

Ella solo hizo un gesto señalando su propia cabeza.

El doctor le había confirmado que la joven prostituta carecía del implante típico que los ciudadanos selenitas poseían. Pero ella no era ciudadana, sino que una esclava sin derechos y probablemente sus amos se había encargado de encadenarla con grilletes cibernéticos que aseguraran su completa obediencia. El chip quemado podía ser uno de esos dispositivos, pero debía tener otros, y a través de ellos sus patrones le podrían haber informado del incidente, y seguramente también podían darle instrucciones en ese mismo momento sobre lo que debía o no debía decirle al detective.

“Tengo entendido que hoy le tocó atender al embajador Wang, ¿no es cierto?” Preguntó de acuerdo a lo que Tennyson le había informado.

“Iba a atenderlo...” Confesó ella utilizando el mismo eufemismo. “Pero no alcance. Me estaba esperando en el cuarto y yo iba para allá cuando me sentí mal y fui al baño. Después de eso no me acuerdo de nada hasta que desperté en la ambulancia.”

“Entiendo.” Indicó él. “El embajador, ¿por que le tocaba atenderlo a usted?”

“Él me quería a mi.” Le informó. Luego hizo una pausa como evaluando lo que debía decir a continuación. “Parece que quería conocer a la recién llegada.”

La joven había enderezado su postura. Ladeó la cabeza y buscó la mirada de Moreno. Le sonrió ligeramente, como con cierta vergüenza.

Sin ser evidente, y quizás ni siquiera concientemente, ella le estaba coqueteando. El policía, que alguna vez se había sabido atractivo para las mujeres, todavía podía reconocer cuando una de ellas reparaba en sus atributos. Normalmente eso no significaba ninguna diferencia para él, menos aun después de su malogrado matrimonio. Pero esta vez era distinto. De alguna forma que no lograba descubrir, la prostituta terrestre también había logrado capturar su atención.

Se esforzó por volver a concentrarse en el caso y le hizo pocas preguntas más. Sumalee tenia una buena coartada, y Moreno tendía a pensar que decía la verdad. Trató de convencerse de que era solamente porque no parecía la clase de persona que podía obtener fácilmente una bomba electromagnética. Pero no por eso dejaba de ser una sospechosa, concluyó. Y sino, al menos podía saber algo.

En ambos casos, el detective comprendió que la joven podía estar en graves problemas. Era claro que el homicidio del embajador marciano había sido planeado y ejecutado por uno o varios individuos con acceso a ciertos recursos poco convencionales. Una organización más probablemente. La Mara Omega, en efecto, se le aparecía como la principal posibilidad. Y si ese era el caso, bien sabia que Hiranandani no le gustaba de dejar cabos sueltos.

“No me gustaría que volviera al Ghetto.” Le dijo.

“¿Por que detective?” Preguntó ella con una mirada suspicaz.

“Temo por tu seguridad...”

“La verdad, detective, a mi tampoco me gustaría volver.” Indicó ella mordiéndose los labios. “Pero no tengo dinero y no conozco a nadie. No tengo ningún otro lugar donde ir.”

“Yo podría conseguirte un lugar donde quedarte.” Ofreció el sorprendiéndose a si mismo.

“Jajaja... ¿su departamento quizás? Le agradezco, pero no creo que sea una buena idea.” Señaló ella sonriendo.

“No es lo que piensas Sumalee.” Aseguró, sintiéndose un poco abochornado. Pero ella tenia razón, no era su tarea dedicarse a cuidar de las vidas de desventuradas prostitutas. ¿O es que quizás había algo de verdad en la atrevida insinuación de la joven? No, se convenció a si mismo. Sus palabras solo habían sido el fruto de la lastima que la provocaba la difícil situación de la muchacha, un ingenuo sentimiento que había terminado poniéndole en ridículo.

“No detective... No quisiera ocasionarle molestias.” Indicó ella. “Mejor deme sus códigos personales y si tengo algún problema le avisaré.”

El aceptó la propuesta de la mujer y luego le permitió irse. Se quedó unos minutos en el cuarto vacío, enfadado consigo mismo. Se había permitido creer por un momento que Sumalee era tan solo una inocente muchacha en manos de despiadados criminales. Pero había resultado ser una hábil prostituta que conocía bien su oficio, el de atraer y seducir a los hombres. El había caído incautamente en su juego y había terminado exponiendo sus propias debilidades. No era la mejor forma de haber empezado la investigación.


Otro mensaje prioritario. Esta vez una orden de sus superiores indicándole que debía presentarse en las oficinas centrales del Consorcio de Seguridad, en Ciudad Armstrong. El propio CEO de la compañía deseaba entrevistarse con él.

Para ello tuvo que trasladarse hasta el domo Apolo, una cúpula transparente de secciones hexagonales, ubicada en la superficie de Ciudad Armstrong, y en cuyo interior se encontraban los principales edificios del gobierno, entre verdes plazas y amplias avenidas.

En el medio, dominando la escena desde todos los ángulos, se hallaba la esbelta torre del Consejo de la República de la Luna. Una institución embestida de muchos protocolos y ceremonias, pero cuya real autoridad era bastante limitada. El Primer Ministro, elegido cada cuatro años, era practicamente una figura desconocida y cuyas decisiones se referían tan solo a asuntos domésticos y sin real importancia.

Esto porque la mayoría de las funciones del estado, desde las más triviales hasta las más fundamentales, estaban en manos de consorcios privados, joint-ventures entre las grandes corporaciones, con una participación muy minoritaria del gobierno. Así, existía un consorcio para la administración de la justicia, otro para la educación, para la salud, y uno incluso para la defensa nacional. Un consorcio mantenía limpias las calles de Ciudad Armstrong y otro regulaba el comercio y recaudaba los impuestos.

Por supuesto, también existía el Consorcio de Seguridad Ciudadana, encargado de mantener el orden y prevenir el crimen en toda la república. En el Corredor Korolev, en Ciudad Copérnico y en las estaciones orbitales. En los balnearios de Fra Mauro y en las factorías del polo sur lunar. En todas partes los empleados del Consorcio eran la ley y por eso se les llamaba policías.

No pocas veces había venido hasta las oficinas centrales, ubicadas a un costado de la avenida principal que desembocaba en el edificio del Consejo, por distintos motivos burocráticos. Pero jamas había sido convocado por el propio CEO, el gerente general, Nicholas Johansonn, un metaciudadano, un miembro de la aristocracia selenita, un hombre que había nacido a mediados del siglo XXII y que permanecía enclaustrado dentro de algún oscuro nicho, atado a las maquinas que le mantenían vivo, allá lejos, en los complejos subterráneos del Cráter Schrodinger.

Sin embargo ahora estaba allí, dándole las espaldas mientras disfrutaba de la magnífica vista que se apreciaba tras las ventanas; más allá de la cúpula la multitud de construcciones que constituían la parte exterior de Ciudad Armstrong. Era un joven vigoroso, lleno de energía y vitalidad. Un cuerpo que, según entendía Moreno, no era más que un clón de si mismo, criado y nutrido hasta alcanzar la edad adulta, pero impidiendo cualquier desarrollo de su mente. Aveces los metaciudadanos optaban por androides antropomorfos, o arrendaban por un cierto tiempo el ser físico de alguna otra persona a cambio de sustanciosas sumas. Como fuese, este era el cuerpo que el CEO del Consorcio de Seguridad ahora controlaba desde el otro lado de la Luna, y a través del cual era capaz de sentir, de gozar y tal vez también, de sufrir.

El detective esperó con paciencia a que el metaciudadano reconociera su presencia en la oficina. Finalmente la mirada del hombre se apartó de los ventanales y la dirigió hacia el policía.

“Buenos días, detective Moreno.” Saludó el aristócrata.

“Buenos días señor.”

“Lamentamos mucho haber tenido que hacerle venir hasta acá.” Dijo él. Ninguna demora en su reacciones, a pesar de la distancia que separaban aquellos músculos y la conciencia que los controlaba. “Espero entienda que la muerte de Wang nos deja en una situación muy complicada.”

“Por supuesto.”

“Necesitamos que nos mantenga personalmente informados de los avances en su investigación.” Señaló. “Le he dado algunos códigos a su IA personal, de modo que nos pueda transmitir cualquier novedad apenas ocurra. ¿Entendido?”

“Si señor.”

“Y detective...” Empezó Johansonn rascándose una barbilla que carecía de vellosidades. “De ahora en adelante nos informara primero a nosotros. Antes que a sus superiores, antes de llenar reportes. ¿Me entiende?”

“Eso esta un poco fuera de procedimiento... , señor” Destacó el oficial.

“Usted comprenderá, Moreno, que este asunto involucra la seguridad nacional. Que lo que usted haga o diga sobre el asunto puede tener consecuencias lamentables. Por eso, primero a nosotros, y entonces decidiremos que es conveniente contar o no contar.” Explicó haciendo una pausa. “Para su tranquilidad esto ya fue conversado con el comandante Costa y el esta de acuerdo.”

“Entiendo.” Afirmo Moreno, imaginando que en efecto, Costa no había puesto ni la más mínima objeción a las inusuales instrucciones.

“Muy bien capitán. ¿Alguna pregunta?”

“Si me permite, señor... ”

“¿Si, capitán?”

“La verdad no se si soy la persona más idónea para llevar el caso.” Manifestó. “Es demasiado importante. Si me permite sugerirlo, quizás se requeriría una comisión especial para ver el caso. Y pedir la colaboración del Consorcio Central de Inteligencia.”

“El Consorcio de Inteligencia, por supuesto, esta llevando su propia investigación del caso, detective.” Le informó. “Y no. Creemos que usted es la persona correcta. No solo porque el crimen ocurrió en su sector, sino que además, sabemos que usted es un policía competente y comprometido.”

“Gracias.”

“No lo digo por decirlo, Moreno. Hemos visto como usted se ha convertido en un verdadero dolor de cabeza para la Mara Omega. Hemos visto como lo han amenazado, como han intentado comprarlo, y como usted siempre ha hecho lo correcto. Sabemos que no siempre ha tenido éxito, capitán, pero entendemos que no ha sido su culpa.”

Él solo asintió con la cabeza. Por supuesto que observaban sus pasos, pensó. Pero el Gran Hermano, como le llamaban sus detractores, no era infalible. A pesar de la vigilancia, policías, jueces, ejecutivos corporativos, cientos de respetables ciudadanos no eran sino parte de las redes de corrupción que se extendían por la sociedad lunar. Si tan solo hubiesen podido ayudarle con ese aspecto del problema, sus fracasos no habrían sido tan rotundos.

“Si me permite inmiscuirme en su investigación, detective, le diré que personalmente creo que la Mara esta detrás de este asesinato. Por eso, además, creo que usted es la persona correcta para hacerse cargo.” Dijo Johansonn.

“Gracias señor.”

“Si necesita más hombres, más recursos, o lo que sea, díganoslo y se lo daremos. ¿Esta claro?”

“Si señor. De momento estamos bien.”

“Me parece capitán.” Concluyó. Volvió a girar su rostro hacia el paisaje exterior y Moreno comprendió que la entrevista había concluido.


Estaba agotado. No solo porque había dormido poco, sino que durante las últimas seis horas había tenido que ir de un lugar a otro. La escena del crimen, el Hospital Central del Corredor Korolev, el Consorcio de Seguridad. Ahora la embajada marciana también en la superficie, pero conectada con el segundo nivel subterráneo de Ciudad Armstrong a través de sus oficinas consulares.

Por esa razón, Moreno esperaba ahora al frente a la delegación diplomática, en el corazón del concurrido boulevard Julio Verne. Se había apresurado para llegar a la hora convenida con el embajador suplente, pero su secretaria le había comunicado que el diplomático se encontraba en una reunión urgente y que no podría atenderlo todavía.

Se dirigió a uno de los varios cafés que había al costado del boulevard, entre pequeños jardines iluminados por la luz del Sol, que en esos momentos entraba de lleno a través de los ventanales que había en el techo a largo de toda la calle. En efecto, el boulevard era una hendidura que cortaba dos niveles y que se extendía a través de ocho manzanas, desde la Plaza Blanca, directamente bajo la cúpula Apolo, hasta la estación de trenes. El piso, en amplias secciones, también era transparente y a través de el se podía ver otro corredor similar en el nivel inmediatamente inferior, el Boulevard Beta; un lugar no menos exclusivo. Arriba, magníficos arcos de estilo gótico se distribuían a lo largo de la vía, aunque por supuesto, no eran reales. Sus formas y texturas eran transmitidas directamente a los implantes y cada día un artista diferente ofrecía sus creaciones para deleite de los transeúntes. Solo quienes no poseían el dispositivo en sus cabezas podían ver aquel paseo como realmente era, con sus murallas grises y lisas, sin jardines ni ventanales.

Pidió un café negro y se sentó en una mesa que daba hacia la vía, donde unos pocos vehículos circulaban pausadamente. Hitomi le aconsejó aprovechar el momento para relajarse un poco en un centro virtual. Amablemente se ofreció también para hacerse cargo de su cuerpo en el intertanto y avisarle apenas hubiese novedades de parte del embajador. Pero Moreno rechazó la sugerencia. El intenso aroma de su bebida, el aire fresco que circulaba por el boulevard, la luz natural del Sol, eran una invitación para disfrutar por unos instantes de la realidad verdadera, o la menos la parte que podía percibir de ella, y para evaluar tranquilamente la situación en la que se encontraba.

Porque era evidente que no iba a ser una investigación fácil de conducir. No solo por las dificultades propias del caso, sino por el hecho de que la víctima era alguien demasiado importante. Había muchos intereses en juego, y por lo tanto, mientras más tiempo se demorara en resolverlo, más presiones iban a confluir en el asunto.

O eso era lo que creía hasta el preciso instante en que todo cambio.

Cuando la multitud que circulaba a esas horas por el boulevard pareció quedarse paralizada por un segundo, y luego algunos comenzaron a gesticular incrédulos, llevándose las manos al rostro o levantando los puños. Algunos gritaban y otros pocos sollozaban. Unas sirenas sonaron a lo lejos.

Hitomi se encargó de que el también lo supiera. Las imágenes del enfrentamiento aparecieron delante de sus ojos, mientras una voz anónima informaba escuetamente que ahora la República de la Luna estaba en guerra con los marcianos.

Supo que desde el principio había sido demasiado tarde. Ahora el asesinato de Ibrahim Alexander Wang había dejado de ser un asunto urgente. Y por supuesto, podía considerar su entrevista con el embajador suplente como cancelada indefinidamente.


El crucero de batalla Fobos era una mole de metal de trescientos metros de largo que poseía dos cuerpos principales, el de más atrás ligeramente más voluminoso que el de la proa, y que se hallaban unidos en el medio. Alrededor de ellos, otras tres secciones simétricas, de menor tamaño, se distribuían en los costados. Dominaban los ángulos rectos y el diseño funcional, ninguna concesión a pretensiones estéticas.

Judith Bridenbaugh, almirante de la Flota Expedicionaria de Marte, se hallaba en las entrañas de aquel grotesco ingenio, inmovilizada dentro de un minúsculo cubículo presurizado, completamente aislada del exterior. Sin embargo sus implantes permanecían conectados a la nave, y a través de ellos su mente era capaz de controlar cada uno de sus componentes: Los reactores que generaban la energía de tanto necesitaban; los motores que permitían ganar velocidad y modificar el curso; los generadores que mantenían los escudos plasmáticos; y las armas, ya cargadas, listas para ser utilizadas. Su voluntad y su conciencia se extendían incluso sobre la verdadera nube de pequeños artefactos que revoloteaban alrededor del crucero de batalla como abejas alrededor de un panal; cazas de combate, bombas inteligentes y sondas espías.

Por supuesto, no estaba sola. Junto a ella otros trescientos tripulantes humanos, en sus respectivos cubículos, y miles de IAs se esmeraban llevando a cabo las tareas que se les habían asignado. Por los ahora vacíos pasillos de la nave solo flotaban ocasionales androides, realizando las labores físicas que fuesen necesarias.

El resto de la flota, una decena de fragatas y destructores aguardaban más atrás, a miles de kilómetros. Solo la Fobos y otras dos escoltas se habían adelantado hasta lo que quedaba de la Hesperus, y aguardaban expectantes mientras un pequeño carguero zarpaba de un improvisado muelle que había sido habilitado en el área de bodegas de la estación. Casi un centenar de heridos viajaban en su interior.

También venia a bordo una segunda bomba nuclear descubierta en el interior de la estación y que había alcanzado a ser desactivada antes de detonar. Sin embargo, ahora ella amenazaba con iniciar una reacción en cadena mucho más destructiva que la de su hermana. Ella era la evidencia que tanto la Luna como Marte necesitaban para demostrar la participación de sus adversarios en el atentado, o para ocultar sus propias responsabilidades.

La Luna había podido disfrazar sus reales propósitos enviando una misión humanitaria. Marte, en cambio, no había tenido más opción que oponerse a dicha iniciativa con naves de guerra. Durante las últimas treintaiseis horas, ambos contendientes se habían estado observando frente a frente, mientras en la estación había personas que seguían sufriendo y muriendo.

Pero ahora la nave de carga había puesto fin a la espera. Una frágil embarcación orbital que ni siquiera tenia capacidad para ingresar en la atmósfera, y que, por lo tanto, estaba obligada a buscar protección en alguno de los dos bandos. Los últimos cables fueron liberados y comenzó a alejarse de la Hesperus, girando lentamente hacia la flota marciana. La Federación del Pacifico se había decidido por sus antiguos aliados. La suerte estaba echada, pensó Bridenbaugh.

“Mensaje del comando selenita.” Le anunció una IA.

Ella permitió la comunicación.

“Soy el comandante Howard de Forest, de la Primera Flota de la República Lunar.” Le informó una voz flemática y afeminada. Uno de la aristocracia, pensó la mujer. Un pequeño barón de la oligarquía lunar dirigiéndose a ella desde su seguro bunker a cuatrocientos mil kilómetros de distancia.

“Comandante. Soy Judith Bridenbaugh, almirante de la tercera flota de la República Marciana.” Contestó ella.

Tres segundos de demora. Una mitad para que sus palabras alcanzaran la mente del metaciudadano, y la otra para que la respuesta llegaran de regreso a Bridenbaugh.

“Almirante.” Empezó él aceptando la diferencia de rango, aunque en su tono se percibía el desdén de quien se considera perteneciente a una casta superior. “Tenemos información de que el carguero de la Federación del Pacifico que acaba de abandonar Hesperus transporta un artefacto nuclear. Eso representa una amenaza tanto para ustedes como para nosotros. Nos haremos cargo de la situación.” Señaló él.

“Negativo comandante de Forest. Si usted intenta algo contra ese carguero nosotros consideraremos eso como un acto de guerra y responderemos en consecuencia.”

La respuesta, esta vez, demoró más de lo habitual, pero finalmente se volvió escuchar la voz del comandante selenita.

“Almirante Bridenbaugh. Le sugiero que retire sus naves o pueden salir dañadas...”

“Comandante de Forest. Yo le sugiero que sea usted quien retire sus naves.”

No hubo respuesta. La comunicación se cortó.

Pasaron tres minutos. Cuatro minutos. Cinco.

Entonces de entre la veintena de pequeñas naves de rescate, dos de ellas se adelantaron, una detrás de la otra, desplegando el armamento que hasta entonces había permanecido oculto. La primera activó sus escudos, protegiéndose ella misma y a su acompañante, permitiendo que la otra pudiera disparar a salvo. El láser recorrió en un instante la distancia que lo separaba de su objetivo.

Los sistemas de defensa de la Fobos se activaron en forma automática y una descarga de plasma salió al encuentro del rayo enemigo, solo una fracción de segundo después. Por supuesto, el carguero no tuvo oportunidad. El breve pero intenso haz de energía que alcanzó a golpearlo fue suficiente para horadar su casco, y hacer que sus reservas de combustible explotaran. Una efímera llamarada, y luego un poderoso estallido. La segunda bomba nuclear había detonado.

Los escudos pudieron proteger a la Fobos y sus acompañantes del poderoso pulso electromagnético provocado por la explosión. Pero Bridenbaugh comprendió de nada servirían contra la onda expansiva que pronto los golpearía, y que los dejaría a merced de sus enemigos por un instante. La almirante debía decidir rápido. Pero la decisión había sido tomada hacia ya mucho tiempo.

“Fuego.” Fue la orden que surgió desde el mismo corazón de la nave y que se expandió a través de toda ella.

Momentos después, y como se esperaba, el crucero y sus escoltas fueron sacudidos. Sus sistemas electrónicos se tambalearon y sus computadores colapsaron. Bridenbaugh quedó ciega y sorda por largos segundos. Pero en ese mismo momento sus adversarios estaban demasiado ocupados intentando defenderse de la nutrida ráfaga láseres y descargas plasmáticas dirigidos contra ellos como para tomar ventaja de la situación.

Una de las fragatas no alcanzó a reaccionar. Logró contener las primeras descargas, pero entonces la nave fue alcanzada también por la onda expansiva, lo que desorientó sus escudos. Como una flecha incandescente un rayo láser se deslizó entre sus defensas y se clavó en ella, convirtiéndola en escombros flotando en el vacío. Alguien había sido demasiado lento.

Perder una de sus naves fue demasiado para de Forest, quien emprendió de inmediato la retirada. Ya llegaría el momento de enfrentar a los marcianos, más tarde, pensó. Bridenbaugh también lo sabía. Muy pronto vendría por ella la Primera Flota de la Luna y esa era una adversaria que no tenía muchas esperanzas de poder superar. Pero al menos intentaría hacerle pagar cara la victoria.

Mientras tanto, toda la información de lo sucedido viajaba a través del vacío interplanetario. Se demoraría quince minutos en llegar hasta Marte. Solo una hora después el embajador marciano suplente recibía instrucciones de entregar la declaración de guerra al gobierno selenita. Minutos más tarde la Federación del Pacifico haría lo propio.



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