sábado, 6 de junio de 2009

Como Peces en la Red


El siguiente cuento fue escrito en 1991 para el fanzine Fobos ( http://fobos.iespana.es/ ). Más tarde fue publicado en el número 14 de la revista española Alpha Eridiani ( http://dreamers.com/alfaeridiani/) y en un fanzine italiano. Finalmente fue seleccionado para una antología de ciencia ficción latinoamericana publicada en Francia, "Dimension Latino" de Riviere Blanche ( http://www.riviereblanche.com/dimension02.htm ), cuya portada reproduzco en este articulo. Está es una demostración de que cuando escribes algo nunca sabes donde puede ir a parar.


COMO PECES EN LA RED

La lancha avanzaba rápidamente en medio del océano, con sus potentes focos penetrando en la oscuridad de aquella noche de cielos nublados.

Dentro de la pequeña cabina, dos hombres estaban sentados frente a los controles y observaban descuidadamente el exterior a través de las empañadas ventanas. Un tercer tripulante acababa de salir del estrecho recinto y, tras asegurarse de haber cerrado la puerta, se dirigió a un costado, apoyándose en la baranda y dejándose acariciar por el frío viento marino.

Buscando dentro de los amplios bolsillos de su abrigo, Stuart Finney extrajo un cigarrillo que encendió entre sus labios. Una ametralladora portátil resbaló de su brazo y cayó al suelo.

Era un hombre de mediana estatura, pelo castaño y tez blanca. Su rostro era más bien vulgar, aunque destacaba la reciente quemadura que marcaba su pómulo derecho, bajando hasta la comisura de su boca. Sus claros y serenos ojos contemplaban la desgastada bandera chilena que flameaba violentamente en el mástil de popa. Se podría decir de él que había sufrido mucho, pero quien no en aquellos difíciles tiempos.

Sin embargo, Finney no era de los que encontraban un amargo consuelo en la autocompasión, a pesar de que era imposible evadir los recuerdos. Los recuerdos y el dolor.

Las imágenes de un San Francisco en ruinas quedarían indeleblemente grabados en su memoria. Porque cuando supo lo que estaba pasando había regresado en busca de sus hijos y esposa, pero ni siquiera halló sus cuerpos y sólo un repentino impulso de sentido común lo sacó de allí antes de que la radiación terminara con lo poco que la guerra le dejaba. Su propia vida.

Luego, habían venido días de desesperación. La aniquilación mutua de ambas alianzas fue tan efectiva que ya no tenían capacidad para continuar con la masacre. Mucho menos podían llevar adecuadamente los planes para proteger a la población del hambre, de las enfermedades, y de la invisible muerte que se expandía. La miseria y la destrucción eran el denominador común en Europa, China, el Cercano Oriente y Japón. La Unión Soviética en ningún sentido estaba en mejores condiciones y tendría el peor invierno de toda su historia. Los Estados Unidos eran una nación sin futuro.

Pero algunas diseminadas aldeas de civilización se sostuvieron y dentro de ellas pronto rumores desdibujados empezaron a proliferar. Se hablaba de un hemisferio sur que casi no había sido tocado por el veneno atómico. De tierras a las que los aterradores efectos secundarios (la lluvia ácida, la penetración de la luz ultravioleta solar, la contaminación radiactiva) llegarían más tarde y más débiles, y donde las reservas alimenticias permanecían incólumes. De lugares a los que mucha gente estaba viajando.

Finney, sin mejores expectativas, se había animado y llegó a Chile a bordo de un atestado avión, no sin antes gastar todos sus ahorros de casi inservibles dólares. Tuvo suerte de llegar con las primeras oleadas de refugiados, ya que ahora muy pocas personas lograban entrar en los países que habían suscrito el Tratado Sudamericano para la Protección Mutua de Fronteras. Ese documento fue la consecuencia de que en Chile, por ejemplo, se hubiera sextuplicado en menos de un año.

—Hey, gringo. Tenemos algo.

Fue la voz de Juan Carlos Figueroa la que interrumpió sus pensamientos. Asomando su redonda cabeza por la puerta entreabierta, lo miraba de reojo mientras sorbía una humeante taza de café. Era de la misma talla que Finney, aunque de contextura más gruesa. De piel clara y cabellos moderadamente rubios.

El norteamericano arrojó la colilla al agua y, recuperando su arma, se dirigió hacia la cabina.

—Allá vamos otra vez —contestó a su compañero con su acento terrible.

—Seguramente será otro compatriota tuyo que quiere pasarse de listo —manifestó Figueroa a la ligera —. Sin pretender ofender —aclaró.

—No me ofendes. Y seguramente tiene razón —dijo trasponiendo el umbral.



La gran afluencia de emigrantes había obligado a los países del conosur a cerrar sus fronteras, ya que estaban provocando críticas desestabilizantes internas. Sin embargo, como era previsible, la gente siguió llegando, esta vez recurriendo a medios ilegales.

Chile, en particular, debía proteger su extenso mar territorial, tanto para evitar el desembarco de refugiados en sus costas, como para enfrentar a las voraces flotas pesqueras que arrasaban con todo en un desesperado esfuerzo por llevar alimentación a los desnutridos pueblos del norte. Se necesitaba establecer un riguroso plan de patrullaje.

Su entrenamiento como reservista le permitió a Finney ser aceptado para aquel trabajo, a pesar de que eran pocos los puestos y demasiado los postulantes.

Ahora su misión era la de vigilar el límite de las doscientas millas en una rutina que frecuentemente se rompía debido a las reiteradas incursiones de aquellos destartalados navíos llenos de anónimas familias con la esperanza de alcanzar el continente para iniciar una nueva vida. Con las donaciones voluntarias de los más diversos objetos que aún tenían valor, ellos se encargaban de que su apenas existente sueldo no fuera tan miserable. Sólo que por desgracia había que cumplir con el deber y conducir esos barcos hacia aguas internacionales de todas maneras.

A veces, por supuesto, las cosas no eran tan fáciles. Había que recurrir a las armas y pedir apoyo, pero constituían los menos de los casos.

Ojalá, pensaba, que no tuvieran problemas con el intruso que aparecía en la pantalla del radar, al que se aproximaban cada vez más.

—Ya debería ser... visible —informó el sargento Nicolás Aravena, el único verdadero militar de a bordo, que en esos momentos gobernaba los controles.

Figueroa, parado junto al aparato de radio, observó el oscuro paisaje con los prismáticos infrarrojos a través de las ventanas. Recorrió lentamente el noroeste.

Pero fue en un segundo intento cuando encontró lo que buscaba.

—Lo tengo.

El sargento Aravena levantó su propio largavista.

Se trataba del más viejo de los tres hombres, aunque aún no cumplía los cuarenta. También era un poco más alto que los otros, tenía una espesa barba y un pesado tono de voz. Se veía desaliñado y era claro que le gustaba su actual labor.

—Dígale a la base que tenemos contacto visual con una embarcación de alrededor de cuarenta metros de eslora, una especie de yate, dirigiéndose a tierra. Posición: 73o 46’ 20’’ oeste, 21o 32’ 37’’ sur —indicó mientras aún estudiaba sus características.

Figueroa así lo hizo, repitiendo casi las mismas palabras de su superior.

“Aquí base Tocopilla”, se anunció la monótona voz que surgió del parlante, desfigurada por tenues interferencias. “Es muy posible que sean los que fueran rechazados frente a Arica. Si es así, por lo que sabemos no tienen armamentos, pero igual no se confíen. Confirmen que se trata de un intento de ingresar inmigrantes y esperen instrucciones.”

—Cambio y fuera, Tocopilla —fue el comentario final de Figueroa.

Finney, hincado sobre el techo de la cabina y acariciando la poderosa ametralladora emplazada, observaba atentamente a la embarcación que se acercaba y que según sus cálculos, pasaría frente a ellos en menos de un minuto.

Era un navío ligero, no muy adecuado para viajes largos, pero ese tipo de detalles hoy en día no se tomaban muy en cuenta. Si era importante el hecho de que, dado su diseño y posteriores adaptaciones, podía transportar un buen número de personas. No habían luces encendidas a bordo, aunque los focos de la patrullera iluminaban cada vez mejor la cubierta.

Abajo, en su propia proa, podía ver al sargento, parado junto a una pequeña batería, y con un altavoz en su mano, dispuesto a usarla. La pieza de artillería, aunque sencilla, era capaz de perforar el casco de una nave como la que tenían en frente si era necesario.

—Identifíquense, por favor —resonó la voz de Aravena a través de su aparato—. Están violando territorio chileno. Por favor, identifíquense.

No cabía duda de que estaban lo suficientemente cerca como para escuchar la advertencia, pero no hubo ningún tipo de respuesta.

—Deténganse o tendremos que disparar. Repito, deténganse o vamos a disparar —insistió.

El barco, sin embargo, siguió con su rumbo, indiferente a su presencia. Sin dar signos de vida pasó delante de ellos, obligando a Figueroa, que permanecía en la cabina, a maniobrar para colocarse al lado de la misteriosa nave.

Era difícil creer que estuviera desierta y, sin duda, se trataba de una artimaña. Lo extraño era que, habiendo sido ya localizados, esa actitud era fútil, y el persistir en ella tan sólo podía obtener problemas.

Cuando estuvieron en la posición deseada, separados de la otra embarcación por menos de veinte metros mientras viajaban en la misma dirección, Aravena se acercó a la ventanilla abierta a través de la cual podía conversar con el piloto, justo a un costado de Finney.

—Bien, dile a Tocopilla que no podemos establecer contacto y que nos den instrucciones.

Finney pudo oír perfectamente y bajo sus pies sintió el movimiento de Figueroa al trasladarse hacia la radio. Pocos momentos después, su compañero comunicaba la decisión de la base.

—Este... dicen que no nos arriesguemos. Que los hundamos.

La sorpresa se evidenció por sólo un instante en el rostro del sargento.

Después de todo, era lo que durante algún tiempo habían estado esperando, hasta ahora sus operaciones se habían limitado a expulsar de aguas nacionales a los barcos de inmigrantes, a veces a la fuerza cuando las circunstancias lo exigían, pero siempre teniendo en consideración de que era gente inocente y desesperada con la que se enfrentaban. Sin embargo, ellos volvían una y otra vez, intentando encontrar un agujero en la red de vigilancia, hasta que lograban pasar y desembarcar su precioso cargamento de vidas humanas en tierra firme. Finalmente, la autoridad se había cansado de esta poca exitosa forma de tratar la crisis.

Un atisbo de angustia e impotencia surgió en la mente de Finney, pero rechazó esas emociones. Sabía que lo más probable era que, como había dicho Figueroa, fueran norteamericanos los que habían sido condenados, y tuvo que convencerse a sí mismo que ese no era asunto que debiera importarle. Su patria ya no existía y él era un mercenario al que sólo le interesa su propia supervivencia.

Pero, para su alivio, inesperadamente el navío transgresor empezó a disminuir su velocidad, como si adivinara que ya no tenía otra opción. La acción fue oportunamente compensada por Figueroa, hasta que ambos quedaron quietos sobre un mar engañosamente tranquilo. Y para recalcar su sometimiento, algunas ampolletas se prendieron en el interior de aquel transformado yate.

Para aumentar más la visibilidad, Finney abandonó por un instante su lugar y dirigió el foco que había detrás suyo, dirigiéndose hacia él.

Dadas las nuevas circunstancias, Finney creía que no era conveniente apresurarse en cumplir las órdenes y, al parecer, el sargento compartía esa opinión, pues se conformó con aguardar el desarrollo de los acontecimientos, que no tardaron en sucederse.

Dos figuras aparecieron en la cubierta y se aproximaron al borde, donde se pudo ver que eran de sexo diferente. Él era alto y fornido, de unos cuarenta y tantos años, quizás cincuenta, y vestía en forma moderadamente elegante. Ella era un poco más joven, también alta y atractiva.

Atropelladamente, un par de niños salieron tras ellos y tomaron las manos de sus supuestos padres.

—Identifíquense —solicitó nuevamente Aravena.

—Well... Este barco no tener nombre —dijo, entrecortadamente, el hombre a través de un aparato semejante al que ellos usaban. Obviamente era angloparlante—. No... llevamos armas —agregó.

—Se encuentran en mar territorial chileno. Deben salir inmediatamente de aquí.

El vocero de los frustrados inmigrantes consultó con la mujer mientras acariciaba casualmente la cabeza de uno de los muchachos. Una tierna imagen familiar cuya intención era bastante transparente.

—Tenemos enfermos y no tenemos... médico y medicamentos. No tenemos comida y agua. Por favor, necesitamos... llegar.

El sargento meditó un momento y luego tomó la ametralladora, apoyado en la batería. Disparó varios tiros al aire.

—Salgan inmediatamente de territorio chileno —repitió después.

Aunque tuvieron que agacharse para evitar el peligro, los dos adultos volvieron a levantarse. Los niños permanecieron en el suelo ante la indicación de la madre.

—...bien —intentó comenzar el hombre—. Estamos... tenemos un trato. Tenemos algo de valor mucho.

Había alzado una mano y en ella mostraba una bolsa de contenido blanco.



Ahora Finney se paseaba por cubierta, sosteniendo firmemente su arma, mientras esperaban que la balsa de plástico, que traía la coca, llegara hasta la patrulla.

Era frecuente que los refugiados recurrieran al soborno cuando ya no les quedaban mejores alternativas, y en particular, ellos mismos habían aceptado en varias ocasiones arreglos de esta clase. Y las drogas, una de las pocas cosas que aún tenían valor, era lo que la mayoría de las veces utilizaban como moneda.

Si esta resultaba ser de buena calidad podían obtener un buen precio, en cupones de alimentos u otros derechos negociables, de algún profesional de la compra-venta de narcóticos, que no escaseaban.

Además de la mercancía, venía el mismo hombre que había hecho de portavoz, acompañado por uno de los niños, que observaba todo con grandes ojos. La presencia de este último había sido pedida por Aravena como garantía.

Atrás, en el barco, los inmigrantes se habían congregado para ser testigos del avance de su delegación y apoyarlos silenciosamente. Se trataba de quizás medio centenar de personas y entre ellos se contaban niños, mujeres y ancianos, todos con el nerviosismo y la ansiedad dibujadas en sus expresiones.

La balsa estaba cerca, así que Finney abrió una sección de la baranda por donde recibiría la cocaína, a la vez que el hombre maniobraba su pequeño bote para arrimarse a la lancha.

Allí, Finney pudo verlo mejor. Su rostro era muy blanco y de cabellos grises, un cuerpo bien cuidado, muy norteamericano. En efecto, cuando sus miradas se encontraron fue evidente para ambos que estaban frente a un compatriota. Pero eso no cambiaba nada.
Le arrojó un cabo y el otro lo amarró a su balsa. Sin más demora, el inmigrante recogió uno de los paquetes, del tamaño de un vestido doblado o una torta mediana, y se estiró para entregarlo, cuidando de no perder su equilibrio y caer. El muchacho, que sin duda era su hijo, estaba sentado atrás.

Los paquetes no eran pesados, de modo que rápidamente se apilaron en cubierta. Pero no habían traspasado un cuarto de la carga cuando el sargento se aproximó.

Mirando de reojo el trabajo de su subordinado, se arrodilló al lado de la coca y con su puñal abrió uno de los empaques. En su interior encontró varias bolsas como las que les habían exhibido. Separó una y con el instrumento hizo una escisión, dejando que un poco del fino y blanco polvo cayera en su palma.

Con la punta de la lengua probó su sabor y tras repetir el examen en otro paquete se dio por satisfecho, sonriendo a Finney.

Cuando concluyeron la labor, el hombre de la balsa se volvió con un gesto de cansancio para regresar con los suyos.

—Buena suerte. —Le gritó Aravena. Finney sólo se permitió devolver el saludo militar con que el negociador se despidió.



Los tres tripulantes de la patrulla observaban dentro de la cabina como el padre y su hijo eran entusiastamente recibidos con abrazos y besos.

Finney y aravena guardaron el cargamento de coca en dos grandes cajas de madera. Encima de una estaba sentado el sargento, en silencio, meditando.

—Pide que te confirmen la orden —dijo finalmente a Figueroa.

Inconscientemente, Finney había evitado pensar en cómo se resolvería a la larga el episodio. Si en algún momento llegó a albergar la esperanza de que el soborno que habían recibido cambiaría las cosas y permitiría que aquellas familias volvieran a pisar tierra firme, se había equivocado.

Pero comprendía que no podía ser de otro modo. Habían dado aviso a las autoridades de la presencia del barco y si no cumplían su deber tendrían que pagar las consecuencias. Él podía ser deportado.

“Aquí base Tocopilla. La orden previa ha sido confirmada”, fue el escueto mensaje que llegó a sus oídos.

Aravena le dirigió la mirada, pero Finney no aguardó a escuchar las instrucciones. Decidido a sobrevivir se encaminó a la batería de proa para apuntarla contra la nave.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Excelente profesor Juri!

Muy intenso el relato, me dejo pegado en el asiento leyendo super pasmado...

y sobre todo el final, que es muy chocante.

Diego Labarca